Garrapatear unas palabras, ir uniendo ideas, sedimentos, fluctuaciones, algunos recelos y espacios largos e interminables, es el único andamiaje tal vez posible para hacer una columna en un periódico o, en nuestro caso, es lo que intentamos hacer con mejor o peor fortuna.
El que uno posea alguna experiencia del cotidiano vivir, no significa en su conjunto conocimiento, tampoco suficiente valía para hacer un artículo de prensa, esa plataforma construida con palabras en el espacio concreto de cuartilla y media.
Creo haberlo dicho en momentos anteriores: Somos una especie de sabuesos callejeros escarbando en los acontecimientos diarios, sin llegar a poseer el titulo pomposo y grandilocuente de periodista a la vieja y rimbombante usanza.
Los columnistas son narradores tenaces de los sucesos cotidianos, unos cronistas subidos a las ideas más dispares, donde saber escribir, para conjugar las ideas y que éstas se amolden a un objetivo preciso y muy concreto - el espacio tiránico marcado por el editor del medio - es la madre coraje de ese trabajo creativo.
Cuenta Paul Johnson que en tiempos de Shakespeare había caballeros que escribían de forma regular sobre la vida de la capital y con ello se informaba periódicamente a la nobleza rural lo que sucedía en Londres. Con todo y así, se debió esperar al siglo dieciocho para ver llegar en todo su esplendor la columna periodística tal como hoy la conocemos.
Hay algo dicho por el autor inglés que sería bueno de tener en cuenta al momento de hablar de esas factorías que son en la actualidad los medios de comunicación. Atestigua el autor de “Tiempos Modernos”: “Ningún columnista sobrevivirá sin ser plenamente un hombre o una mujer del mundo en que vive”. Incuestionable.
Y ahí se halla el quid de la cuestión. Se pueden poseer sobrados conocimientos de las más diversas materias; ser un erudito de marca mayor, un ratón de biblioteca como vulgarmente se dice y, aún así, si faltara el tacto, un cariño hacia el idioma con el que hemos sido favorecidos, y con ello un sólido conocimiento de la heredad que transitamos cada día con sus grandes y pequeñas malaventuras, nuestros escritos transformados en ensayos o croniquillas, serán exuberantes quizás, estarán abarrotados de sesudas y grandilocuentes ideas, pero si unido a todo eso no hubiera el sensitivo espacio interior donde se hace factible que una columna sea leída con satisfacción, el artículo estaría mocho, desolado y herido.