El miércoles se inaugura en La Rural la 37 exposición internacional del libro en Buenos Aires Ciudad de utilería, desmontable sobre los terrenos de la Sociedad Rural éstas sí tribunas perseverantes, la Feria del Libro está en una verdadera encrucijada, comienza la columna publicada en Miradas al Sur
En primer lugar, porque año a año se muestra sobre ella el inequitativo peso de fuerzas mediáticas, emanadas de robustas empresas comunicacionales, desequilibrando ante un enorme mercado hormiga –miles y miles de criaturas que se apretujan, o sea, el indescifrable lector colectivo–, al pequeño autor independiente respecto de las grandes operaciones comerciales desplegadas sobre la lectura colectiva.
Conviven en ese estimable aquelarre –porque, finalmente, queremos a la Feria del Libro–, el interés surgido por ideas culturales alternativas, con lanzamientos espectaculares que no crean nuevos lectores, sino que lo encuentran como arquetipo previsible, ya construido de antemano, fraguado en las tribunas ostensibles del consumo cultural.
No habría mayor problema con eso, si las acciones de una muy ligera industria cultural no avanzaran cada vez más sobre los públicos lectores, que finalmente confirman la verdad de esa propia industria, pues ante sus ojos goza viéndolos encandilados por lo que previamente ella misma ha preparado.
¿Es posible otra cosa?
Entre todos podría discutirse esa posibilidad, en vez de aceptarse el veredicto de las poderosas fuerzas macizas y opacas que se imponen sobre el mundo radicalmente heterogéneo del libro (y como sea, mucha de esa heterogeneidad hoy subsiste).
En la reciente Feria de Frankfurt, su presidente hizo un alegato en torno de los derechos de autor en explícita disputa con Google.
En el trasfondo, la crucial cuestión del libro electrónico, cuyo inevitable avance sobre el libro clásico –acto sólo librado a pulsiones mercadológicas– excede lo que sería natural en el debate de lo que los símbolos consagrados de lectura le deben a las ineludibles experimentaciones sobre la nueva condición del lector y a los relucientes gadgets tecnológicos.
Ésta es otra encrucijada sobre la cual, la Feria pasa levemente.
Prefiere someterse a los acontecimientos, esa conocida atracción sobre lo ineluctable, que antes interesaba más a los autores de tipo baudeleriano que a los editores.
El Instituto Nacional de Libro, que se halla aún en latencia, deberá ser también un ámbito especialmente activo en estas discusiones.
¿No es necesario hacer desembarcar en serio esta cuestión entre nosotros?
Una ley nacional destinada a esclarecer el derecho de autor en la era digital, de tan fuerte impacto en la industria del libro tanto como ostensiblemente lo tiene en las demás zonas de la autoría y del ejercicio artístico, deberá también pasar a umbrales de lúcida elaboración.
Asimismo, los dispersos esfuerzos para acrecentar el patrimonio digitalizado de las obras argentinas heredadas deberán contar con una instancia pública explícita de coordinación.
¿Por qué no una ley?
Llamo encrucijada de la Feria del Libro al hecho de que ella debe ser uno de los ámbitos de puesta a prueba de estas iniciativas, por su naturaleza de ciudad montada y desmontable, bibliópolis de tres semanas apenas, pero tinglado apto para estas interrogaciones.
¿Volcar la Feria a los azares de la vida intelectual antes que a los flujos gozosos de la mercancía, que de todas maneras siempre existen?
Sí, ése fue siempre el desafío, que de darse por finalmente resuelto –con el triunfo de lo que ya sabemos–, acabará con la esencia misma del interés cultural, que nunca puede dejar de tener un componente emancipatorio.
La Feria fue siempre un espacio cultural-político. Ésa es la otra dimensión de sus encrucijadas.
El vasto público que la acompaña, profesionales de la lectura y el difuso pero vivaz cuerpo de lectores argentinos sabe bien que cuando se entra en la Feria, se compra un billete que conduce a la polémica, aún cuando quede enmascarada en una trivial mesa redonda.
Ese sobresalto hace de la Feria lo que finalmente es toda feria, ese verdadero invento de los pueblos antiguos y medievales.
Pregón, venta y tráfico de símbolos, aunque ahora venga envuelta en una proliferación de diseños del alto capitalismo.
De ahí que la tentación de la Feria, que es toda la tentación de la cultura contemporánea –la de hacer de la cultura e incluso del comercio una forma explícita de la razón política–, debe ser entendida con mayor ductilidad, profundidad y cierta galanura.
No lo digo en broma.
El problema de Vargas Llosa inaugurando la Feria radicaba en que congelaba las más duras tendencias a la derechización de la Feria, y creo que todos percibían eso.
Vargas Llosa hablando libremente, fuera del ceremonial específico (aunque hoy la inauguración sea un mero escenario agrietado de la tensión política dominante), es en cambio un acto de reflexión sobre la propia marca “Vargas Llosa”, que de rastrón –“tiro al ras de la bolita o la pelota”–, lo puede llevar a que él mismo piense más profundamente en su conversión en polichinela, no los de Kleist, sino los de las derechas mundiales.
No hay duda, desde La ciudad y los perros hasta El sueño del celta, que esto afectó su propia escritura, dándole una pátina de previsibilidad aún a temas interesantes de la condición humana. Aunque Vargas no es Malraux, faltándole para eso la amargura heroica del cruzado.
Es así que, por último, la Feria es también una encrucijada en cuanto a la evolución de las formas literarias según se guíen por las distintas formas del mercado.
Tenemos literaturas altas de mercado, literaturas vulgares de mercado, y mercados literarios sin más pretensión que ser eso mismo que, sin embargo, repentinamente, puede albergar una novedad inopinada.
Por eso, concurrir a la Feria exige estar atento y ser paseante distraído al mismo tiempo.
La politización de la Feria no está mal, a condición que la asuman también sus propios organizadores, que no pueden actuar bajo la capa de un interés cultural neutralizado.
Son también actores políticos no ingenuos.
El precio de la no ingenuidad puede ser que la propia institución del Premio Nobel quede intensamente desacralizada.
Ese premio es un antiguo fervor que supo entregar sus magnos certificados a un Yeats, el gran poeta irlandés, o a Thomas Mann, el gran novelista alemán, aunque se los negó a Borges, acto que a la luz del título que ahora otorgó a Vargas Llosa no deja de ser bastante pusilánime.
¿Aquellos lejanos académicos dictaminadores, cuyos nombres o capacidades desconocemos, no deben incorporar criterios más complejos a sus valoraciones? La Feria también tiene en ellos una remota encrucijada.
El proyecto de reponerla como lugar de cultura –resguardando lo ya sedimentado de todo juego cultural, que es aquello que puede ser compartido por todos–, reclama extraer las lecciones del caso Vargas Llosa, y en este sentido será interesante escucharlo, pues a él también le tocará convertirse en un togado del más reaccionario ultramundo ideológico, o salvar de sí mismo los jirones de una sensible literatura.
Conviven en ese estimable aquelarre –porque, finalmente, queremos a la Feria del Libro–, el interés surgido por ideas culturales alternativas, con lanzamientos espectaculares que no crean nuevos lectores, sino que lo encuentran como arquetipo previsible, ya construido de antemano, fraguado en las tribunas ostensibles del consumo cultural.
No habría mayor problema con eso, si las acciones de una muy ligera industria cultural no avanzaran cada vez más sobre los públicos lectores, que finalmente confirman la verdad de esa propia industria, pues ante sus ojos goza viéndolos encandilados por lo que previamente ella misma ha preparado.
¿Es posible otra cosa?
Entre todos podría discutirse esa posibilidad, en vez de aceptarse el veredicto de las poderosas fuerzas macizas y opacas que se imponen sobre el mundo radicalmente heterogéneo del libro (y como sea, mucha de esa heterogeneidad hoy subsiste).
En la reciente Feria de Frankfurt, su presidente hizo un alegato en torno de los derechos de autor en explícita disputa con Google.
En el trasfondo, la crucial cuestión del libro electrónico, cuyo inevitable avance sobre el libro clásico –acto sólo librado a pulsiones mercadológicas– excede lo que sería natural en el debate de lo que los símbolos consagrados de lectura le deben a las ineludibles experimentaciones sobre la nueva condición del lector y a los relucientes gadgets tecnológicos.
Ésta es otra encrucijada sobre la cual, la Feria pasa levemente.
Prefiere someterse a los acontecimientos, esa conocida atracción sobre lo ineluctable, que antes interesaba más a los autores de tipo baudeleriano que a los editores.
El Instituto Nacional de Libro, que se halla aún en latencia, deberá ser también un ámbito especialmente activo en estas discusiones.
¿No es necesario hacer desembarcar en serio esta cuestión entre nosotros?
Una ley nacional destinada a esclarecer el derecho de autor en la era digital, de tan fuerte impacto en la industria del libro tanto como ostensiblemente lo tiene en las demás zonas de la autoría y del ejercicio artístico, deberá también pasar a umbrales de lúcida elaboración.
Asimismo, los dispersos esfuerzos para acrecentar el patrimonio digitalizado de las obras argentinas heredadas deberán contar con una instancia pública explícita de coordinación.
¿Por qué no una ley?
Llamo encrucijada de la Feria del Libro al hecho de que ella debe ser uno de los ámbitos de puesta a prueba de estas iniciativas, por su naturaleza de ciudad montada y desmontable, bibliópolis de tres semanas apenas, pero tinglado apto para estas interrogaciones.
¿Volcar la Feria a los azares de la vida intelectual antes que a los flujos gozosos de la mercancía, que de todas maneras siempre existen?
Sí, ése fue siempre el desafío, que de darse por finalmente resuelto –con el triunfo de lo que ya sabemos–, acabará con la esencia misma del interés cultural, que nunca puede dejar de tener un componente emancipatorio.
La Feria fue siempre un espacio cultural-político. Ésa es la otra dimensión de sus encrucijadas.
El vasto público que la acompaña, profesionales de la lectura y el difuso pero vivaz cuerpo de lectores argentinos sabe bien que cuando se entra en la Feria, se compra un billete que conduce a la polémica, aún cuando quede enmascarada en una trivial mesa redonda.
Ese sobresalto hace de la Feria lo que finalmente es toda feria, ese verdadero invento de los pueblos antiguos y medievales.
Pregón, venta y tráfico de símbolos, aunque ahora venga envuelta en una proliferación de diseños del alto capitalismo.
De ahí que la tentación de la Feria, que es toda la tentación de la cultura contemporánea –la de hacer de la cultura e incluso del comercio una forma explícita de la razón política–, debe ser entendida con mayor ductilidad, profundidad y cierta galanura.
No lo digo en broma.
El problema de Vargas Llosa inaugurando la Feria radicaba en que congelaba las más duras tendencias a la derechización de la Feria, y creo que todos percibían eso.
Vargas Llosa hablando libremente, fuera del ceremonial específico (aunque hoy la inauguración sea un mero escenario agrietado de la tensión política dominante), es en cambio un acto de reflexión sobre la propia marca “Vargas Llosa”, que de rastrón –“tiro al ras de la bolita o la pelota”–, lo puede llevar a que él mismo piense más profundamente en su conversión en polichinela, no los de Kleist, sino los de las derechas mundiales.
No hay duda, desde La ciudad y los perros hasta El sueño del celta, que esto afectó su propia escritura, dándole una pátina de previsibilidad aún a temas interesantes de la condición humana. Aunque Vargas no es Malraux, faltándole para eso la amargura heroica del cruzado.
Es así que, por último, la Feria es también una encrucijada en cuanto a la evolución de las formas literarias según se guíen por las distintas formas del mercado.
Tenemos literaturas altas de mercado, literaturas vulgares de mercado, y mercados literarios sin más pretensión que ser eso mismo que, sin embargo, repentinamente, puede albergar una novedad inopinada.
Por eso, concurrir a la Feria exige estar atento y ser paseante distraído al mismo tiempo.
La politización de la Feria no está mal, a condición que la asuman también sus propios organizadores, que no pueden actuar bajo la capa de un interés cultural neutralizado.
Son también actores políticos no ingenuos.
El precio de la no ingenuidad puede ser que la propia institución del Premio Nobel quede intensamente desacralizada.
Ese premio es un antiguo fervor que supo entregar sus magnos certificados a un Yeats, el gran poeta irlandés, o a Thomas Mann, el gran novelista alemán, aunque se los negó a Borges, acto que a la luz del título que ahora otorgó a Vargas Llosa no deja de ser bastante pusilánime.
¿Aquellos lejanos académicos dictaminadores, cuyos nombres o capacidades desconocemos, no deben incorporar criterios más complejos a sus valoraciones? La Feria también tiene en ellos una remota encrucijada.
El proyecto de reponerla como lugar de cultura –resguardando lo ya sedimentado de todo juego cultural, que es aquello que puede ser compartido por todos–, reclama extraer las lecciones del caso Vargas Llosa, y en este sentido será interesante escucharlo, pues a él también le tocará convertirse en un togado del más reaccionario ultramundo ideológico, o salvar de sí mismo los jirones de una sensible literatura.
*Director de la Biblioteca Nacional, sociólogo, docente y ensayista argentino
4 comentarios
# Fartón Responder
18/07/2011 20:25Razones y emociones trabajando en la misma dirección son "caballo ganador". Suena muy bien lo de alimentarse saludablemente sin perder la sensación de disfrutar comiendo.
# Canillas Responder
19/07/2011 14:16No solamente se alimenta el cuerpo, sino también la mente y nos tenías en ayunas hace días. Notábamos tu falta.
# Hoboken Responder
19/07/2011 14:18¡Qué difícil conjugar lo rico con lo saludable! Sabia frase aquella de: "Todo lo que me gusta está prohibido, es pecado o engorda". Habría que añadirle: "O está lleno de grasas trans". Besitos sanos.
# Elmer Responder
19/07/2011 14:20Nada como en norte para aunar buena gastronomía, buenos paisajes y buena gente. Si además eres comedido, la salud te lo agradecerá.