Tiempos hacen que en Castilla la Vieja, trabajando uno en el hoy desaparecido “Diario Regional” de Valladolid, al llegar la Semana de Pasión nos volvíamos costaleros de pasos enlutados, cristos desgarrados, vírgenes vueltas lagrimones y unos penitentes que habiendo dejando en el rincón del olvido sus prácticas religiosas, durante estas fechas vuelven la mirada al templo y acompañan día y noche, el Vía Crucis penitenciario camino del Calvario, mientras arropaban con cantos vespertinos y miradas aguadas las esculturas policromadas de Gregorio Fernández Juan de Juni.
Tiempo después, en ese ir hacia el sur cristiano, judío y moruno, necesitábamos hacer parada en Orihuela. Dos eran las raíces: una, recorrer los cobijos de Miguel Hernández, trovador cuidador de cabras, cuyos versos han elevado, con Federico García Lorca, el espolón más sólido de la épica popular española. Y allí, decir “poesía del pueblo y para el pueblo”, era hablar del mayor sentido creativo arrancado de cuajo de la esencia imperecedera de una raza que resiste, ama, sufre y hace día y noche antesala a la esperanza.
En la iglesia Nuestra Señora del Carmen, piedras del siglo XVIII, se contempla con mudez trapense las esculturas barrocas de Francisco Salzillo, sintiendo los detalles de un rostro de Cristo caído, y unos ojos convertidos en pincelazos del alma durante el acto del Lavatorio. Sólo eso, y pisar la sencilla vivienda del autor de “Las nanas de la cebolla”, el viaje se pagaba con creces.
Nada más entrañable para un cristiano que la Semana Santa. Una liturgia convertida en acto sacramental de las almas sensibles y devotas. Es sabido que en ningún otro tiempo se viven estos días de Pasión como en la niñez, edad en que la muerte y resurrección de Cristo son el primer encuentro con el dolor, la sangre y la injusticia, anatemas que la vivencia cotidiana aumentará con creces. Y uno, el chiquillo de entonces, rodeado angustias, miraba con ojos seducidos el rostro de un Nazareno sangrante, mientras a su lado se hallaba la Virgen a punto de desmayarse. Apretados contra nuestra madre vestida de negro, intentábamos comprender la razón de ese flagelo contra un ser tan duramente macerado, sin comprender aún que las iniquidades son parte intrínseca de la cotidianidad humana. Si hay un libro sin frases retóricas, es el Evangelio. En el capitulo de la Pasión, san Marcos, narrando los hechos hacia el año 65, tiempo después de haber sucedido, hace un reportaje como si hubiera investigado los hechos unos días después de haber sucedido. Así, inmediatamente de abandonar Jesús de la presencia de Pilatos y ser soltado el ladrón Barrabás a petición de la casta de los fariseos, minoría aristocrática judía, el flagelado es revestido de una capa de púrpura, le ciñen una corona de espinas y se mofan de él. “¡Salve, rey de los judíos!” Al encuentro del Gólgota el hombre es golpeado y escupido, obligado a llevar la pesada cruz. En la cima lo clavaron y en la hora novena, exclamó con voz afligida: “Eloí, Eloí, lama sabakhtaní” (Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?).