Pensiones y pensionistas

Los pensionistas han demostrado que son capaces de organizarse y amenazar a los partidos con lo que más duele: el voto. En el tema de las pensiones es donde más descarnadamente se evidencian la torpeza y el desinterés de la clase política.

Qué les puede importar a Rajoy, a Hernando, a Montoro, a Villalobos, este asunto si, en su condición de políticos, no tienen edad de jubilación, llevan años percibiendo sustanciosos emolumentos con cargo al erario público que les han permitido acumular una pequeña fortuna, han consolidado la pensión máxima con siete años de cotización y, además, Rajoy, cuando deje la política, tiene asegurado un puesto en el Consejo de Estado con un sueldo de 82.000 euros.

Si muestran alguna inquietud es por el hecho de que los pensionistas, mayoritariamente votantes del PP, pueden desequilibrar la balanza electoral. Se dice que la pensiones están reconocidas por el artículo 50 de la Constitución, pero ese artículo, como acertadamente decía Rubio Llorente, «es una norma general, abstracta, esquemática, indeterminada, elástica, que si consigue su larga permanencia en el tiempo es a costa de mermar sus posibilidades de aplicación práctica». El verdadero fundamento de las pensiones y su fuerza de obligar arranca de esa suerte de contrato, de esa relación bilateral que cada trabajador establece con la Seguridad Social cuando se da de alta en el sistema, según la cual aporta una cuota mensual para que cuando llege el momento de la jubilación se le pague una pensión. «Do ut des», doy para que des. Si el Estado desconociera esta realidad, sería un Estado corrupto, incumplidor y farsante.

Por tanto, el hecho mismo de la subsistencia del sistema de pensiones está asegurado. Es cierto que hay un problema con la evolución demográfica y el envejecimiento de la población, pero el Estado debe afrontarlo con firmeza y dando seguridad a quienes, cotizando, han cumplido la parte del contrato que les correspondía, acudiendo para ello, si fuera menester, a financiar las pensiones con cargo a los presupuestos generales. Primero son las personas y los compromisos asumidos y después el resto de las derivaciones presupuestarias.

Por lo que toca a la revalorización, al día de hoy solo debiera caber una alternativa partiendo de la naturaleza que el propio Estado atribuye a la pensión. Si esta tiene la consideración de salario y, por serlo, tributa al IRPF, como así es, resulta que los pensionistas son empleados públicos sin trabajo y, como tales, deberían ver incrementado su salario en la misma cuantía que el resto de los empleados públicos. Este razonamiento no admite réplica.

Si deja de ser considerada como salario y se la califica como lo que realmente es, un derecho adquirido, el pago de una contraprestación contractual por la que ya se ha tributado, debería estar exenta del impuesto y, en ese caso, sería admisible que su revalorización se acomodara a otros criterios. Lo que en modo alguno es lícito es que tenga la conceptuación de salario, tribute al IRFP y su revalorización dependa de la arbitrariedad del Gobierno de turno. La solución esbozada por Montoro de establecer unas bonificaciones en el IRPF para determinados pensionistas en función de su edad, aparte de ser una burla, por cuanto que no entraría en vigor hasta el año 2019 –qué casualidad, año electoral-, es claramente discriminatoria al afectar solo a una parte muy reducida de pensionistas –menos del 15%-, ya que el resto, aun teniendo la obligación de declarar, no tributan dado lo exiguo de sus pensiones. «Mantendré el nivel adquisitivo de las pensiones», decía Rajoy. Con las mentiras se puede llegar muy lejos, pero lo que no se puede es volver.              

 

   Ignacio Arias.



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