Cuando era niño – y lo he sido alguna vez - las arrebatadas y fantasiosas aventuras del Caballero de la Triste Figura y su fiel escudero Sancho Panza, me aburrían soberanamente, ya que el añejo castellano cercano a Juan de Herrera, Garcilaso de la Vega, Gutierre de Cetina -”Ojos claros, serenos / si de un dulce mirar sois alabados, / ¿Por qué, si me miráis, miráis airados?”-, era enredoso en demasía, retorcido, porfiado y muy cetrino, al ser las haches cristianizadas en efes, las jotas revestidas de equis, y todo por cuenta y barruntos de la lengua de aquel tiempo.
Ya de joven, leí otras cosas sin orden ni sentido, entre ellas un tomo, hoy arrinconado en algún lugar de la biblioteca y que esta pasada noche, en la ciudad mediterránea de Valencia en la que actualmente moro más que vio, intenté localizar sin éxito para verle la cara y saber de verdad si aún nos seguía azorando.
Es “El amor, las mujeres y la muerte” de Arthur Schopenhauer que dejó dudas y miedos tan recónditos, que en cierta forma aún poseo un infrecuente exaspero moral.
Ahora, en la empinada cuesta del ser y el existir, vuelvo los ojos, a modo de Francisco de Quevedo, a los predios de nuestras soledades, y regreso a las páginas del llamado “Manco de Lepanto” con la ansiedad del marino sin puerto o el lobo estepario al encuentro de la madriguera cuando ya las nieves de la existencia cubren la estepa del aliento de negrura, silencio y brisa cortante.
¿Era Don Quijote loco o cuerdo? Dilema perenne al pertenecer a la esencia la propia mundología humana desde el alba de los tiempos. Alguien dirá que ambas cosas, ya que ya el clásico lo dejó zanjado en un santiamén cuando afirmo: “De cuerdos y locos todo tenemos un poco”.
Un critico literario, Harold Bloom, maestro en el arte de escudriñar páginas y cuyo único dios es Shakespeare, e Iván Turguéniev - el ruso seguidor de Gógol, Pushkin, Lérmontov y en algunos aspectos, como en los cuentos, mejor que ellos -, están unidos al ser ermitaños en el baptisterio de del genio español.
El primero, profesor de Humanidades en la universidad de Yale, y el ruso autor de “Padres e Hijos, han hecho dos aportes (ensayos) excelentes aunque cortos sobre el personaje de Cervantes Saavedra.
El primero se halla en las páginas de “Cómo leer y por qué”, y allí Bloom, igual que hace con todo, realiza un exquisita comparación entre el hidalgo y Shakespeare.
Mientras Turguéniev, en unas cuartillas autobiográficas, crea una pieza admirable sobre “Hamlet y Don Quijote”.
Hace varios meses, la Real Academia Española de la Lengua con motivo del IV centenario de Cervantes y las correspondientes en nuestro continente americano, han editado un “Don Quijote de la Mancha” de una calidad excepcional.
La edición y las notas han estado a cargo de Francisco Rico, un erudito en la materia que ha sabido, de forma clara, adecentar las carillas editadas en la madrileña imprenta de Juan de la Cuesta en 1605, con una dedicatoria de Cervantes al Duque de Béjar, Marqués de Gibraleón y conde de Benalcázar y Bañares.
Conjuntamente el libro contiene una presentación de Mario Vargas Llosa, unida a notas y glosarios de acentuadas figuras de las letras y de la filología, a eso se le añade un glosario amplio, pudiéndose decir sin afectación, y haciendo uso del lema de la Academia, que la estupenda edición “limpia, fixa y da esplendor” a la obra cervantina.