Hacer periodismo tal vez sea aceptablemente factible al no ser una ecuación matemática; lo peliagudo es explicarlo, especialmente en la labor del redactor siempre en el epicentro de una permanente tempestad por llevar a buena dársena ese frágil barco untado de crónicas azarosas unas, punzantes otras.
Esto pudiera comprenderse mejor analizando la influencia del sociólogo francés Pierre Bourdieu sobre la intelectualidad en sectores informativos, cuando analizó los textos de dos emisiones televisivas realizadas en el Collége de France.
Su legado informativo fue considerable. A partir de 1997 se aboca sobre la función y métodos de los medios, analizando como un cirujano la función de éstos a los que considera “un mal de nuestra época”.
No podría decir con convicción si es acertada su apreciación, y la principal gnosis es que yo vivo, desde mi más tierna juventud, imbuido en la dinámica del periodismo. Soy un cangrejo autóctono de una redacción. Formo parte de este conglomerado tan criticado últimamente, pero sin el cual estoy seguro que - con todos sus deslices, que han sido muchos y abundantes - la humanidad ha podido llegar a ser más responsable y mejor de lo que era al comienzo de la llamada edad moderna.
No obstante algunas veces los reporteros nos pasamos, cruzamos ese umbral en el que los principios honestos, la sacrosanta verdad, deberían ser faro y guía, un horizonte cristalino e imparcial.
Los gacetilleros podemos tener muchas veces razón, pero no siempre es así.
Bourdieu ha denunciado en televisión “la tendencia que se observa en todas partes, tanto en los Estados Unidos como en Europa, a sacrificar cada vez más el editorialista y el reportero- investigador al animador-bufón; la información, el análisis, la entrevista profunda, la discusión de especialistas y el reportaje a la mera diversión y, en especial, a los chismorreos insignificantes...».
No cabe perplejidad: tocó las fibras sensitivas con sobrada fuerza, al decir dice exactitudes considerables. Introdujo el dedo en la llaga y sobre ella, para que doliera más, escarba intensamente.
La aprensión a aburrir y, debido a ello, a que baje el índice de audiencia, condiciona - es de sobra sabido - el mensaje. Alguien lo llamó muy acertadamente “esa dictadura de lo deleznable que se impone sin resistencia”.
Hoy, ahora mismo, si nos centramos un poco más en el hechizo de la pequeña pantalla, de que conduce cada vez con más ahínco en la degradación social.
La invocada persiana chica se está convirtiendo en un patio de vecindad, en el cual se desarrollan los espectáculos más deprimentes abriendo las lacras de una sociedad y colocándola ante el espejo de sus debilidades y aprensiones al aire de una hipocresía colectiva.
Aquí juegan un desmedido y anchuroso papel las colosales empresas con sus marcas aplastantes que ahogan y compran casi por completo los canales de televisión y los medios periodísticos. La economía manda y derrite a su antojo los aún llamados valores sociales.
Ya no hay forma de engañarse uno mismo ni de mirar hacia otro lado. Tampoco de esconder la cabeza bajo una capa de estiércol. El círculo de la libertad de expresión se está cerrando de forma pavorosa. No se acuchilla a nadie - aún no - pero sí se ahogan ineludiblemente los derechos más fundamentales del decoroso colectivo.
La gran dictadura por venir será mediática y no política. Basta para ello con ocupar las estaciones radiotelevisivas y los medios impresos.
Sin libertad, cuya base es la escritura y la palabra, volveríamos a los albores de la Baja Edad Media, y si eso no ha sucedido aún, es debido a que hombres y mujeres imbuidos de coraje aún luchan diariamente contras los telones más oscuros para enseñarnos la luz de la verdad.