Habiendo sido inmigrantes durante más de media vida, sabíamos certeramente que ya no éramos de ninguna parte. Un personaje del húngaro Sándor Márai rescatado de las páginas “A la luz de los candelabros” (título en magiar: “Arden las velas”), amante de la música y del amor ensalzado de grandeza, dice, tras la caída en 1919 de la monarquía de los Habsburgo, y con ello el derrumbe de lo que él creía y encerraba su razón de ser, una frase lapidaria:
“Mi patria era un sentimiento, y ese estremecimiento ha sido herido de muerte… Lo que juramos defender ya no existe. Había un mundo por lo que valía la pena vivir y morir. Ese mundo está muerto”.
Con ser esas frases entrecortadas un sentimiento de lealtad a un pasado que en Europa abrió el camino trágico a Stalin, Hitler y Mussolini, arrastrando con ello a millones de seres a la muerte, el viejo general que peleó en la guerra del 1914 y le escucha, objeta: “Ese mundo todavía está vivo, incluso aunque ya no exista en la realidad. Vive porque yo hice el juramento de defenderlo”.
La existencia, toda ella, no es tal si no la absorbemos hasta el último aliento y la maceramos en evocaciones que el tiempo no es capaz de fragmentar. Bien nos acordamos de aquel encuentro. Era una mañana sin brisa sobre collados de luz azulina. El hombre, cuyos antepasados abjuraron de su fe hebraica, nos abrió la tranquera de su colmado - blanco de cal cegadora - sintiendo estar en presencia de un espacio varado en tiempos inmemoriales y hoy esencia seca del aliento peregrino, con la serenidad del que está adolorido de mirar sin ver. “Pasa, caminante”, expresó con un deje de sílabas lejanas.
Años hacía que no escuchaba la palabra caminante en mi propia heredad, al haberme convertido en mascarón sin rumbo en una ruta hendida por la mitad. A este tenor el sefardí era un tumulto de expatriación y recóndito lamento. Sus raíces primogénitas seguían guarnecidas en la Torá o Talmud, y en cierta forma estaba desolado. Entre su propio Yom Kipur y Yahvé, el dios de sus esperanzas furtivas, no había nada. Muchos crepúsculos y algún recuerdo ajado sobre las piedras ocres en la lejana Antioquia. Sobre una mesa de madera enjuagada con lejía, el buen hombre tendió mantel, jarra de vino, rebanadas de pan, mortadela, ajos en aceite, aceitunas verdes, boquerones en vinagre, mientras él, en un rincón, junto a un aparador rebosante de amarillas fotografías, platos y figurillas añiles de porcelana, nos observaba.
A partir del inmenso portón de entrada se divisaban las jaras, los olivos y el pino negro de las estibaciones de la sierra del Mulhacén, haciendo sentir entre la ardiente brisa el ahogo de Boabdil, el lloroso rey del vergel granadino. El monarca nazarí, en manto de púrpura hilvanado en oro por manos de esclava cristiana, se paseaba envuelto en honda expiación debido a la irreparable pérdida del último reducto rifeño de la Península, mientras sus cuencas se colmaron de vaho salitrado. Subiendo de las aguas del riachuelo cercano, una guitarra modulaba notas al compás de verdiales, peteneras, saetas y jaberas, música de cuerda ajada guardada en la memoria de un tiempo inmemorial. La tarde se hallaba alicaída y nosotros, sobre la loma, nos habíamos ensimismado contemplando la sinuosa luminiscencia adormeciéndose en los altozanos. El tiempo allí nos invitaba a expresar que la supervivencia que aún gozábamos era tierna.