Para los partidos emergentes, el debate monarquía o república es una cuestión de Estado –nunca mejor dicho- y esperan la cada vez más lejana reforma constitucional para plantearla. ¿Responde esta cuestión a razones meramente ideológicas o tiene algún sentido práctico? El 80.º cumpleaños del Rey emérito y sus 37 años de reinado proporcionan una buena excusa para reflexionar sobre esta cuestión. Son dos, en esencia, los argumentos que se barajan para inclinar la balanza a favor de la república, el económico y el político. El económico se cae por su propio peso. La Casa Real en conjunto supone un gasto para el erario público cercano a los 25 millones de euros. La República italiana ronda los 225 millones, y la francesa, los 112. Sin comentarios.
Desde el punto de vista político se reprocha el carácter hereditario de la institución frente al democrático de la república. En este punto surgen las primeras interrogantes: ¿son democráticas las repúblicas de Cuba, Venezuela, China, Vietnam o Corea del Norte? Es cierto que el reinado de Juan Carlos I estuvo teñido de episodios poco edificantes para la institución de los que salió airoso gracias a la colaboración de algunos jueces que calificaron las demandas contra él interpuestas de «improponibles», término ajeno a la práctica forense pero con el que el tribunal actuante quería enfatizar que no solo eran inadmisibles, sino que ni siquiera se podían proponer. Felipe VI, por el contrario, ha revitalizado la Corona, la ha hecho más moderna, más transparente, más ética, se nos muestra como una persona muy preparada que prestigia a España allá donde va y la enraíza con los períodos más gloriosos de su pasado épico. Instaurar una república no resuelve ningún problema práctico y supone crear otro nicho de posible corrupción política. Se dice que al día de hoy tres de cada cuatro españoles no pudieron votar la forma política del Estado. Cierto, pero vivimos en una democracia mutilada en la que se vota cada cuatro años y solo para elegir a aquellos designados por los partidos políticos.
Es hora de reivindicar un sistema democrático en el que se puedan votar los sueldos de los políticos; la ley electoral, primero para evitar la sobrerrepresentación de los partidos nacionalistas, que son el cáncer de la democracia, y, segundo, para dar paso a las listas abiertas; la financiación de los partidos políticos, que, a pesar de ser asociaciones privadas, viven de las aportaciones públicas; la edad de jubilación de los políticos, para acabar con espectáculos como el que día a día nos ofrece Carmena, considerada incapaz por razón de edad para ser juez pero que gobierna una capital de cuatro millones de personas; el cupo vasco, fruto de una gran mentira histórica; la consideración del personal eventual de los partidos políticos como empleados públicos y, por tanto, retribuidos con cargo al presupuesto; la duración de las legislaturas y mandatos de los políticos y altos cargos, para no estar obligados a apagar la televisión cuando salen Villalobos, Arenas o Camacho; la recuperación de las competencias de educación y sanidad por el Estado; la eliminación de las prebendas de ex altos cargos y exdiputados; la instauración de un sistema en el que gobierne el más votado...; en fin, sobre un elenco de cuestiones vergonzantes que se nos hurtan al debate y decisión y que sí suponen un verdadero despilfarro de dinero público. La famosa frase que define la democracia como el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo se ha convertido en una falacia, en una gran mentira histórica.