El ilegal e inquisitivo proceso secesionista catalán, además de sembrar la zozobra, el caos y el asombro en el mundo democrático civilizado por lo zafio y grosero de su desarrollo procedimental y por el uso partidista del ejecutivo y el legislativo, ha provocado la gestación de fenómenos de gran interés haciendo buena aquella frase de que el independentismo genera independentismo. Tabarnia, acrónimo de Tarraco y Barcino, cuyo territorio original se correspondería con el antiguo condado de Barcelona y que hoy estaría integrado por la parte más poblada de las capitales metropolitanas de Barcelona y Tarragona, donde el 21-D ganaron por goleada las formaciones no independentistas, es una de las mejores creaciones de los últimos tiempos, equiparable -en términos políticos- a la invención de la penicilina. No existe mejor antídoto contra el secesionismo que el sufrir en carne propia sus propias mentiras y embustes.
Tabarnia, región rica donde las haya, utiliza los mismos eslóganes que usan los independentistas para justificar su separación de España. Así, del «España nos roba» Tabarnia pasa al «Cataluña nos roba», y lo justifican en el hecho de que Tabarnia aporta el 87 por 100 de los ingresos de Cataluña y solo recibe el 59 por 100. Frente a Tabarnia se encontraría Tractoria, la zona rural de Cataluña que, a pesar de tener una dependencia casi absoluta de las subvenciones estatales y de las ayudas comunitarias, se muestra claramente secesionista y se moviliza siempre que es requerida para ello, bloqueando con sus tractores las principales vías de comunicación.
La Unió de Pagesos, sindicato mayoritario del campo catalán, cree que podrían sobrevivir fuera de Europa. Dicen que Tabarnia es una sátira. Yo lo veo como una realidad factible y viable jurídicamente. Así como el secesionismo es ilegal, Tabarnia, si llegara a constituirse como un movimiento político formalizado, podría aspirar a convertirse en Comunidad Autónoma segregada de Cataluña; la Constitución lo permite. Otra de las derivaciones del «procés» -y muy preocupante, por cierto-, de la que ya nos habíamos hecho eco, es el movimiento abanderado por unos ilustres catedráticos que proponen una reforma constitucional para, según ellos, acabar con el problema catalán. El eje central de esa reforma son más competencias, más descentralización, como premio a los secesionistas. Es como si los bomberos utilizaran gasolina para apagar un incendio. Si Eduardo García de Enterría, unos de los mejores juristas del siglo XX, -si no el mejor-, levantara la cabeza, no creo que los autores de este invento salieran airosos. Menos mal que aún queda en el gremio gente sensata.
En efecto, Ramón Parada, quien fue Catedrático de Derecho Administrativo en la Universidad de Barcelona y, por tanto, escribe ya con la libertad que da estar a salvo de ataduras académicas, considera que la Constitución de 1978 nos hizo transitar de un modelo, el franquista, en el que no éramos libres, pero si iguales, a un modelo en el que somos libres pero profundamente desiguales, merced a un proceso descentralizador que resucitó privilegios forales y fiscales y que provocó diferencias en materia educativa y docente, sanitaria, de acceso a la función pública, inseguridad jurídica, duplicidad de competencias, sobrecostes y un largo etcétera de problemas pendientes de resolver. Frente a esta lamentable situación la solución solo puede pasar por limar desigualdades, por recuperar el sentido de estado y por eliminar privilegios, entre ellos, el lamentable ejemplo del cupo vasco. No hay libertad si no está basada en la igualdad. Cuando sale el sol debe salir para todos.