La península de los Balcanes occidentales se halla hoy tan dividida como en 1914 cuando comenzó el largo, pavoroso y sangrante preludio de la Primera Guerra Mundial. Y es que la tranquilidad en los últimos años esa zona convulsiva es en realidad artificiosa, al ser sabido que los seis países de la región: Albania, Bosnia, Kosovo, Macedonia, Montenegro y Serbia, se miran de reojo o no se miran. Serbia sigue siendo la nación más temeraria de la dividida Yugoslavia de Josep Broz, más conocido como mariscal Tito. Hubo un tiempo en que las aguas del Seva y Danubio a su paso por Belgrado, eran color sangre. Si hoy las naciones europeas rezan a Yahvé y no a Alá, es debido al sacrificio de miles de hombres y mujeres de esas heredades que levantaron con sus cuerpos un muro y con él impidieron el avance del imperio otomano. En el presente Serbia está olvidada de una Europa que llegó a permitir que Kosovo se hiciera independiente cuando era parte integral del país. Esto no ha sucedido ahora con Cataluña. La Unión Europea formó cadena férrea con España para que tal acción no aconteciera, y es que los Balcanes, y principalmente Belgrado, son nuevamente el obscurecer que siembra el viejo continente, y aún así cada serbio siempre dirá lo mismo: “Aquí, aún esclavizados bajo el yugo de los turcos, es donde realmente empezó el Renacimiento de estas tierras y el resplandor de Europa”.
La historia fue de terror. Los serbios, derrotados bajo las cimitarras de los otomanos en la primera batalla de Kosovo desarrollada en el recordado “Campo de los Mirlos”, recibieron la mala nueva de que ese día murió Esteban Lazare, el reconocido Gran Señor de su pueblo hasta el día de hoy. La realidad es una a recuento de los entresijos de la historia mal relatada y peor escrita, y lo que ha sido una verdad indomable, se terminó convirtiendo en recovecos de falsedades apañadas y en una interminable condena que dura hasta la actualidad envuelta ruinas, pavores, olvidos crueles y un inhumano desprecio que ha llegado hasta el mismo día de hoy. Perennemente esa heredad eslava sigue desmembrada y profundamente humillada. Los europeos no desean recordar que parte de la libertad que disfrutan en la actualidad proviene de los serbios desde el día en que el reino de Stefan Nemanjic se inmoló a manos turcas, y ese sacrificio permitió a Italia y Europa central no sólo sobrevivir, sino levantarse de sus adormecidos letargos.
Los Balcanes, que en turco significa “montañas”, se extienden desde el Danubio hasta los Dardanelos, van de Istria a Estambul, y son una palabra que integra los pequeños territorios de Hungría, Rumania, la ex Yugoslavia, Albania, Bulgaria, Grecia y parte de Turquía; sin embargo ni a los húngaros ni a los griegos les gusta ser incluidos bajo esa etiqueta. Ellos resurgieron, dicen, en otra ventolera histórica medio fantaseada. Carlos Marx llamaba a los serbios “basura étnica” y aún así yo - vientecillo de poco vuelo, arrinconado ahora en un pliegue de la costa del levante español - los sigo admirando al tener la certeza de que la esencia primogénita del humanismo europeo del que hablaba George Steiner, nació en esa parte de los Balcanes, y no en un café de San Petersburgo, Berlín, París, Madrid, Roma, Praga o en la Viena Imperial. O tal vez jamás germinó y Serbia siga sobrellevando a secuela de su milenario sentido de autonomía, y tras siglos de lucha, que los ejércitos otomanos llegaran a las puertas de Viena, y que aún así sigan bebiendo café turco preparado en una pequeña vasija llamada “dzezva”. La ceremonia se halla envuelta en símbolos, siendo la principal que los posos de esa bebida, si son leído por labios de mujer, predicen el futuro. Hace media década, durante una permanencia en el Hotel Metropol, histórico hospedaje levantado en la gran avenida Alexandra de Belgrado y a pocos pasos del centro de la ciudad, intenté en un almuerzo que se leyera mi futuro. Antes debía de beber una taza de café turco y dejar un residuo para que la vidente de turno – una agradable profesora de historia de los Balcanes – leyera lo que me anunciaba el tiempo venidero. No se pudo descifrar, ya que desde siempre me ha sido imposible tomar un simple café. Nuestra bebida es té verde con hierbabuena, infusión que en Andalucía los árabes expresaban que sus hojas ahuyentan las penas hondas y traen las buenas. Al cabo de los años tal vez lo único que en verdad uno necesite sean vientos calmosos. El futuro nuestro de cada día puede esperar… si tiempo hubiera para ello.