En la tierra trashumante donde el pino entierra sus propias raíces, la milana vuela bajo, el olmo llora hacia dentro, la hembra va por los caminos cuajados de luna y ésta suele ser a la vez vulva y testículo, no es extraño que Bernarda Alba fuera, en la mente de Federico García Lorca, un varón. Y esto es lo que viene sucediendo desde el 14 de diciembre en los Teatros del Canal en Madrid con el actor Eusebio Poncela en el papel de Bernarda, ya que en esa morada la matriarca, las hijas sojuzgadas, la anciana demente y las criadas, son “todas” hombres. El discernimiento religioso de matrona / semental nacido de la fogosidad y los miedos de los sumerios - el pueblo más antiguo de la tierra - surgió Abraham y con él el sentido religioso que hoy nos envuelve sin dejar de darle sentido a la pasión y sus aprensiones. Siempre he creído que Bernarda - el único hombre de la casa con puertas y ventanas trancadas - solamente puede ser representada en su dimensión de madre, como un padre arisco, frío, amargado y doliente. Se ha escrito con sobrada razón que el poeta de la Huerta de San Vicente es el multimillonario de la dicción, y no solamente por el sinfín de expresiones que emplea, sino también por la utilización de un inmenso mundo interior. Un estudioso afirma que en Federico hay una serie de palabras - mejor dicho, gemidos - que usa hasta la saciedad. “Más que repetirlas, las arroja todos los días porque le duelen y le aprietan el alma”, por eso no tengo empacho en decir que es el poeta más humano, sensible y extraordinario del siglo XX, el mismo que tuvo de compañeros de viajes a ejemplares tan telúricos como Joseph Brodsky, Ezra Pound, Juan Ramón Jiménez, T.S. Eliot o Antonio Machado, entre otros. Y añadiría a Naguib Mahfuz e Isaac Bashevis Singer. "La Casa de Bernarda Alba" fue la última obra de García Lorca. Era un viernes por la tarde cuando la terminó. Había, tras la ventana, un sonido de cigarras y el viento era seco, caliente y olía a pasto y flor de azahar. La fatalidad se concreta entre cinco hembras, cada una con un temple y un dolor entre pecho y espalda que rasgan hasta la saliva. El drama - griego en su anchura, si no fuera tremendamente lorquiano - arranca con la muerte del hombre que mantenía la luz, las sombras y la honra de la casa. En medio, como naciendo de las cenizas, hay otro “macho” cuya presencia gravita con la fuerza del deseo carnal, pero hay luto; es decir: no puede entrar en esos muros de cal y canto el deseo cosido entre las piernas. Bernarda lo expresa con esa amargura del adiós olvidado hecho trizas, y macerado sobre sábanas sin sudor varonil: “En ocho años que dure el duelo no ha de entrar en esta casa el viento de la calle”. A cuenta de esa causa o cognición toda la pena honda es masculina, femenina o metáfora bucólica. Extramuros para el alma. Leo a Federico para sentirme vivo. Entre él yo hay un puente de madreselvas, cante hondo, extraño viento de secano, alelíes y ortigas. Igualmente un ramalazo de frescura y puñados de zarzas en flor.