Uno de los ciclos más placenteros del año es el otoño que se nos marcha en diciembre. Su encanto lo confina la policromía de los tonos pardos, las atiborradas nubes que el sol matiza de luz mortecina, mientras la lluvia, algunas veces tierna, otras encabritada, posa un vaho mohíno en la mirada. En esta época final del año el céfiro se aleja a las heredades altas y uno, en otra época, caminaba hacia el bosque al ser el tiempo de despojar el alma de las ramas mustias de la mocedad. En ese entonces los álamos se hallaban turbios; el castaño áspero, la higuera inerte, las paredes de la casa mantenidas con clavos de retraimiento. En la consola, unos frascos del azafrán recolectados en la última semana de noviembre esperan con sus finas ramitas parecidas a hilos, ser tostadas a fuego lento. El azafrán, la menta y el orégano silvestre, templan, confortan y salvan el cerebro de las fogosidades perturbadoras cuando se los usa en los condimentos. Las hojas de orégano hervidas son un remedio contra la fatiga, los dolores musculares y el reumatismo. Igualmente calma el mal de amores, ahora bien, sobre ello no hay en los anaqueles razonamiento cierto, al ser esa querencia un requiebro cultivado en abismos profundos. Uno de ellos el barranco del alma.
Detrás de la casa de la distante infancia - ahora desvencijada - se recolectaba, en una inclinada parcela, tomillo y azafrán. Estas flores, llamadas por los musulmanes “sahafarn”, empleadas para combatir la bronquitis, tos e insuficiencia ovárica. Además se hablaba de su poder afrodisíaco. En los fogones de los pueblos de España el azafrán es condimento apreciado y valioso, aportando a los platos un característico color anaranjado y un sabor ligeramente amargo, así como un aroma exótico empujado por relatos narrados en recámaras de oro con cautivos eunucos y preciosísimas doncellas. Unas flores de azafrán depositadas en un vaso de agua durante varios días, son un alivio en noches tortuosas de incertidumbres y miedos en el crudo invierno. Ahora una vez más se nos ahuyenta otro otoño: ¿Cuántos se han ido? Demasiados. Al presente, en esta hendidura de la costa mediterránea en la que moramos, ese mar de la filosofía y el trigo, casi sin mareas – solamente cuando el viento furioso del estrecho de Gibraltar se desmelena – está en calma y cubierto de un añil oscuro. No hay duda: sobre esas bocanadas saladas vinieron a sus playas de arena blanca civilizaciones envueltas en cántaros de miel, poesía épica, melodías de Cartago y de Creta, mientras los bardos de Esmirna sembraban de azafrán los labrantíos de Trípoli, Alejandría y los árabes lo llevaban a Castilla - La Mancha. Aún recordamos la estrofa aprendida siendo niños en “La Escuelona” enclavada en al Barrio del Medio de Gijón: “La rosa del azafrán es una flor arrogante que sale al salir el sol y muere al caer la tarde”.