La huida de venezolanos hacia medio mundo es la contingencia de una crisis económica y política que no cesa, mientras su contexto es cada día una herida que no termina de cicatrizar.
No ha acontecido aún que el país caribeño tengan que hacer lo mismo que los emigrantes llegados de los países africanos, del conflicto de Oriente Medio o unos años atrás de Cuba: subir a enclenques chalupas, pateras, lanchas neumáticas, con el ardiente deseo de pisar tierras de Europa o Estados Unidos para poder salir de la sórdida existencia en la que han vivido hasta entonces.
Macilentos, exhaustos, rotos, los expatriados, cuando consiguen burlar los controles de la policía, saben que empieza un nuevo calvario: huir, esconderse, ser explotados una vez consigue pisar una un litoral o cruzar fronteras y en el camino encontrar a malévolos individuos que les pagan por doce o catorce horas de trabajo una miseria, mientras los amedrentan con entregarlos a las autoridades si no aceptan ese sometimiento.
La andanza de todo emigrante en la Venezuela de hoy o en cualquier parte del planeta en el que los seres humanos son espurios, viene creciendo en oleadas.
Cada partida crea una ruptura penetrante difícil de explicar, es un ahogo que los años no ayudan a amainar, y va alejando esas emociones indescriptibles que hablan de países repletos de leche, miel y son igual a un mascarón de proa preparándonos a surcar el piélago de la esperanza.
De la emigración se ha escritor infinidad de párrafos con largos borrones extenuados.
Hace 5 años el escribidor abandonó Caracas tras 38 años en el país, y piensa en los criollos que en esta última década se han ido a otras naciones empujados por atormentas circunstancias y que en ningún instante han creído que la marcha sea para siempre.
La nación bolivariana idolatrada va con ellos y son renuentes al completo olvido. Idealizan en sus querencias que siempre habrá una vela encendida recordándoles volver. Y eso harán en el momento en que Venezuela amainen las aguas turbulentas actuales.
Los ruiseñores mueren a despecho de que cantan. Entre el ave y el inmigrante hay un arroyo de silencios, palabras heridas, arrebatos y amapolas mustias.
Es el tintineo del alma cuando unos ojos cubiertos de vaho escudriñan el horizonte buscando en lontananza los sueños deseados, y solamente siguen hallando mares belicosos o senderos interminables.
Los desplazados saben que un tramo de tierra no es igual a otro; cada lugar posee sus innatas características; no sólo a recuento que una llanura, poblado, río o un acantilado nos recuerden lo nuestro, sino por seguir ansiado el terruño que forma la heredad deseada.
Y así, sobre la malaventura de la diáspora venezolana vivenciamos el deseo de repartir en ella alientos y canturreos consoladores.