Hace unas semana en una visita a Gijón saliendo de la Valencia mediterránea en la que ahora mora mi exilio venezolano, subí andando la empinada cuesta del cementerio de Ciares partiendo de la calle Eulalia Álvarez en el Gijón de mi nacencia, ahora con menos árboles y cada vez más apretado entre los altos edificios de la ciudad de los vivos.
Años atrás el paseo era una delicia. Se llegaba al agreste camposanto por un estrecho camino tachonado de robles, encinas, castaños, algunos cipreses, y la vista se abría sobre un labrantío inclinado de alta hierba donde la sinfonía de la naturaleza se guarnecía.
Se escuchaba el canto del mirlo, el cuco, la paloma torcaz, el sonido monótono de la cigarra al compás del grillo, y el niño de entonces, travieso igual a cabrilla montuna, corría detrás de mariposas, saltamontes y gorriones de casero vuelo.
Ahora una honda pena acorrala el espíritu apesadumbrado. Recordé, mientras iba despacio al encuentro de madre, uno de los libros que a ella más le habían agradado siempre, unas páginas en las que se refleja con desusada ternura la grandeza de nuestra tierra astur ya desaparecida y cambiada por unos tiempos distintos. Entre mis manos llevaba, para posarlo sobre su regazo, “La aldea pérdida”, obra poco o nada leída en la actualidad, de Armando Palacio Valdés.
Madre se hallaba adormecida. Abracé sus huesos frágiles y me observó con esos ojos suyos que, aún extintos, son iguales a dos púas encendidas.
- Te he traído algo para leer.
- Hijo, ya no lo hago. Mi vista mira sin ver, pero tocaré sus letras y será como regresar al pasado perdido. ¿Puedes contarme algo?
Me acurruqué a su lado y le susurré palabras hasta que la noche trepó del cercano río Ciares y la oscuridad se hizo túnica de afonía.
- Regreso mañana y continuaremos el relato.
- Aquí estaré. Lo bueno de la muerte es la apetencia a esperar.
Bajé a la ciudad por el sendero que conocía a ciegas. Y pensé en Arcadia. Sí, yo también nací y viví allí. Supe lo que era “caminar en la santa inocencia del corazón entre arboledas umbrías”, bañarme en arroyos cristalinos, y hollar con los pies una alfombra perennemente verde.
Hoy todo eso, y madre lo sabe, no existe. “Huyó la dicha y la inocencia de aquel valle” y con ello llegó el hacha, la sierra, el pico, el cemento frío a ese Gijón apretado en recuerdos que ni sabe ya mi nombre y que sólo por puro milagro, aún queda la necrópolis hasta que alguien, en nombre del progreso, traslade lejos a los sacrosantos moradores.