Ese puede ser el destino de Puigdemont, sufrir las consecuencias de sus propias acciones, cocerse en el caldo incomestible del que el Presidente de la Generalidad es el principal ingrediente.
El requerimiento remitido por el Presidente del Gobierno de España lo aboca a la inmolación, sea esta provocada por sus correligionarios, sea por la justicia española.
La respuesta a la pregunta sobre si ha declarado la independencia de Cataluña tiene pocas alternativas. Ahora bien, sería de ilusos pensar que Puigdemont vaya a contestar con un sí. Una respuesta afirmativa lo haría pasar de presunto delincuente a delincuente (si no lo es ya) y lo apartaría definitivamente de la Presidencia. La respuesta tampoco será un no rotundo. Se moverá en la abstracción y seguramente apelará al carácter simbólico de la declaración.
Esta respuesta deberá ser interpretada por el Gobierno como un sí rotundo y a partir de ella quedará habilitado para poner en marcha medidas proporcionadas, pero enérgicas, para recuperar el terreno perdido en una comunidad que aunque no formalmente, pero sí materialmente, viene funcionando como un Estado dentro del Estado. La prueba más evidente es que el Gobierno Central ni siquiera dispone en el territorio catalán de las infraestructuras necesarias para poder alojar a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad que se vieron obligados a utilizar buques y a vagar de hotel en hotel, dando una imagen penosa.
Por mucho que el lenguaje político obligue a sostener lo contrario, para España, para la Constitución, para el Estado de derecho y para el correcto funcionamiento de las instituciones a corto y medio plazo, la mejor respuesta de Puigdemont a la interpelación del Gobierno sobre si declaró la independencia es el sí. Ello permitiría actuar, acabar con esta situación insostenible, restablecer la normalidad democrática y el respeto a la ley y zanjar esta cuestión con la convocatoria de elecciones autonómicas. Sería entonces responsabilidad de los propios catalanes, en especial de esa mayoría silenciosa, tomar las cosas en serio, ir a votar e intentar cambiar la correlación de fuerzas en el Parlamento.
Parlamento que, por cierto, ha pasado de ser el lugar en que se debate, se acuerda, se gestiona el interés público, se legisla, se aprueban los presupuestos, se respetan los procedimientos y se da voz a las minorías, por más que triunfe siempre el voto de la mayoría, a ser un foco de infección del tejido social, económico e institucional.
Yo no albergo ninguna duda de que lo que realmente proclamó Puigdemont el pasado martes fue la independencia de Cataluña. Para llegar a esta conclusión no son precisos especiales conocimientos jurídicos, basta con no ser sordo y, en su defecto, saber leer: «Asumo que Cataluña se convierta en un Estado independiente en forma de República (...) Propongo que el Parlamento suspenda los efectos de la declaración de independencia (...)» En ese momento se levantó la sesión, con lo cual el Parlamento no se pronunció sobre la suspensión, de tal manera que ateniéndonos a la literalidad de las palabras, que es la primera regla de la interpretación, la declaración de independencia está en vigor. A mayor abundamiento, no se puede suspender lo que no existe.
En cualquier caso sorprende que se le pregunte al golpista si dio un golpe de estado; sorprende que el golpista siga en su puesto; sorprende que el interlocutor de una no descartable negociación sea el propio golpista. Golpista que, por cierto, está imputado por cohecho, malversación de fondos públicos y desobediencia.
Del chantaje no se pueden derivar privilegios; con los golpistas no se debe dialogar.