El chauvinismo europeo es de viaja data y, aún así, se ha ido desvaneciendo por doquier mientras caminada dando tumbos sin admitir que la única meta posible es mantenerse en el concierto de los derechos democráticos participativos.
Desde épocas pasadas se sabe que el nacionalismo catalán posee un bloc cuyas hojas vertebradas se van llenado cada día de verdades a medias con ficciones recreadas.
La nación, territorio o comunidad de Cataluña lleva más de 500 años fusionada a España con sus altibajos, que son parte intrínseca en la geografía ibérica. De esos encontronazazos o vaivenes no se ha salvado nadie a partir de aquella Asturias de la reconquista, hasta llegar al reino de Granada, último baluarte de la unidad nacional.
La Hispania de tantos siglos pervive en sus manuscritos, romances y letrillas de sus trovadores igual a los vitrales góticos de sus pueblos.
Al presente, crear un estado nuevo en medio del contexto de la vigente Europa, tras dos espantosas guerras mundiales en un siglo y otras más pequeñas pero no menos dolorosas en sus territorios, es, por decir lo menos, mostrenco, demencial, sobre todo cuando esa admirable singladura llamada Tratado de Europa, comenzada en Roma en 1957 como germen originario de la UE, es la más juiciosa acción que tuvo el viejo continente en toda su convulsa existencia.
Hagamos de reflexión y recapacitemos.
En el ensayo “La idea de Europa”, de George Steiner, con prólogo de Mario Vargas Llosa, el escritor tan identificado a Cataluña, y cuya admiración por ella la manifestó en la magna manifestación que tuvo lugar en Barcelona el pasado día 8, a favor de no romper la unidad con España, nos dejó una intensa reflexión.
En la introducción al texto del Nobel hay igualmente una introducción de Rob Riemen, el organizador de la respetadas Conferencias de “Nexos Institute”. En ella se acuerda cuando en 1934 Thomas Mann tuvo que escribir una necrológica para un hombre que ocupo un espacio importante en su vida: Sammi Fischer, la persona que había hecho posible que él llegase a ser escritor.
Mann recordaba la conversación. El librero había expresado su opinión sobre un conocido común: “No es europeo, dijo Fischer, no comprende nada de las grandes ideas humanas”.
Y ampliaba Riemen: Ahí estaba la cultura europea. Sus grandes ideas. Lo mismo que Mann había aprendido de Goethe. Y éste de Ulrico von Hutten, quién dijo: “La nobleza por nacimiento es puramente accidental, carece de sentido para mí. Yo busco el manantial de la nobleza en otro lugar y bebo de esas fuentes”.
Ahí germinó ciertamente la genuina hidalguía, la del espíritu, la misma que brota del cultivo de la mente para llegar a ser algo más de lo que también somos: animales.
Al decir de Steiner - tal admirado en nuestra lejana juventud y ahora inmensamente más valorado con los años - , Europa es ante todo un café repleto de gente y palabras, diálogos, lecturas, lugar de humo en el cual se escribe poesía, se conspira y se habla de filosofa, sin separarse nunca de las grandes empresas culturales, artísticas y políticas de Occidente. En ella es imposible los nacionalismos.
Con ese motivo quizás, Vargas Llosa expresó en Barcelona la necesidad de una heredad llamada Europa, y por ende España, cuyos recursos morales descienden directamente de Atenas y Jerusalén, es decir, de la razón, la fe y la tradición.
El domingo 8 del presente octubre el nacionalismo catalán malgastó la franquicia de sus agravios. Ese día los silentes charnegos – emigrantes con hijos nacidos en esa tierra de Josep Pla - hablaron en una multitudinaria manifestación en Barcelona y exclamaron en un grito atronador: ¡Viva España! Y esa onda articulada reflejó que Cataluña ya no será la misma, sino mucho mejor con la voz y presencia de todos los hijos de Hispania.