Acudo a Marruecos en un vuelo directo partiendo de Valencia. En la tierra de al-Magreb residí largos meses y el viaje, aún siendo un desplazamiento dificultoso, lo suaviza el bajo costo de los precios. El Euro se cotiza alto frente al Dirham. La línea Royal Air Maroc hace ese itinerario con aparatos de turbohélices. El recorrido, dos horas y 30 minutos. A esto se le añade normalmente una espera indefinida en los trámites del control de pasaportes.
En el terminal de Casablanca - “Aeropuerto Mohammed V” - trepo, más que subo, a un tren perezoso durante otras tres horas que nos deja, después de hacer un transbordo a mitad de la vía férrea, en la capital del reino alauita.
Como compañeros del largo trayecto llevo dos libros: uno, “Cónsules de Sodoma”, cuyo texto son ocho entrevistas con escritores brillantes que hace años estaban entre los tomos pendientes que el propio tiempo arrinconó en demasía. Son ellos: Gore Vidal, Jean Genet, Roger Peyrefitte, John Giorno, Tennessee Williams, Allen Ginsberg, Christopher Isherwood y William Burroughs.
El otro acompañante literario es Carlos Fuentes y su texto “En esto creo”. Es la cuarta o quinta vez que lo repaso con placer. Todo el trayecto hacia Maruecos nos ha ido deleitando.
En esas páginas el intelectual mexicano va recorriendo los vericuetos del abecedario de la existencia, saliendo la misma a borbotones entre los intersticios de de los acontecimientos que nos han ayudado a profundizar acontecimientos que han dejado huellas.
Comienza con la A de amistad y finaliza en la Z de Zurich, la ciudad Suiza que, como a Jorge Luis Borges, en cierta forma le forjó en el conocimiento positivista sin convertirlo “en reloj de cucú”, mientras le ayudaba a comprender las convulsiones atormentadas de Calvino, y entender la pasión de su admirado Thomas Mann hacia el deseo de un cuerpo joven, por encima del aliento encendido e intelectual del germánico escritor.
Sucedió una noche frente al lago Leman convertido en ciertos momentos en la playa Lido de “Muerte en Venecia”, cuando el demacrado profesor Aachenbach, corriéndole el tinte del pelo sobre el rostro, observa con fogosidad inflamada la última visión atormentada del sexual joven Tadzio.
En mitad de ese recorrido alfabético de Fuentes, nos paramos en la letra R, y allí se resguardaba la palabra Revolución, una expresión y un contenido social muy lejano de mis propias afinidades humanas, ya que me asustan los explosivos y siento consternación por esos bruscos cambios traumatizantes de los que han querido voltear el mundo, y siempre han dejado un interminable reguero de sangre, tragedias, dudas y destrucción.
Con los años – he cruzado el Rubicón de mi propia supervivencia sin enmienda ni regreso – creo que solamente a un alborotador de postín, Jesús de Galilea, valió la pena seguirlo, ya que como dice el propio azteca, es el verdadero “corrector de pruebas de la vida humana”.
El terrorismo actual, más cruel y violento si cabe que en tiempos pasados, habla de cambiar el mundo. Lo comenzaron haciendo los reyes de Micenas y hasta el día de hoy es el mismo argumento escrito, inventado o soñado por Agamenón en la IIíada de Homero.
Uno aprende poco y el pueblo, con frecuencia, menos; éste suele correr iluso como viento en desbandada tras palabras encendidas, y cuando trasluce algo amargo, ya es demasiado tarde para regresar al encuentro de sus pasos perdidos.
Un ejemplo es John Reed, el americano enterrado en las murallas del Kremlin, Plaza Roja de Moscú, tras los hechos sucedidos en octubre de 1920. El creyó con fogosidad encendida, igual a miles de seres, haber formado parte de la mejor revolución posible. No fue viable. Se evaporó dejando miles de muertos y una nación devastada sobre los helados surcos de un inmenso gulag, y los campos europeos bajo los escarnios aterradores de la Primera Guerra Mundial. Todo el caduco e insensato viejo continente había bebido hasta la extremaunción la vasija de la muerte.
Sigo con las páginas de Carlos Fuentes mientras el día en Rabat se va apagando y la ciudad marroquí comienza a paliar su duermevela. El calor es tan sofocante o más que el dejado en Valencia. Ni la deseada brisa del océano Atlántico ayuda.