La Declaración de los Derechos del Hombre promulgada en la Asamblea Nacional Francesa en 1791, base de las Constituciones democráticas europeas, en su enunciado No. II se lee textualmente: “El fin de toda asociación política es la conservación de los valores naturales e imprescriptibles del hombre y la mujer. Sus derechos son: la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión”.
Esto reafirma que cuando la ética se desvanece bajo el poder absoluto, quien lo posee precinta la sociedad hasta alevosas alturas.
A partir de ese instante malévolo, la separación de poderes constitucionales brilla por su ausencia, al estar cada uno de ellos bajo su propia égida, y ese “valer sin límites” obliga a ser injertado en un referente de legalidad falso; cuando esto suceda, el mandamás no necesitará otra legitimidad que la suya propia. Hablará en ese instante en nombre del pueblo sin el pueblo y fusionará en sí mismo cada uno de los slogans que moldearán su figura en los resortes de la llamada “patria reaurgida”.
Nada nuevo, aunque sí espeluznante, al ser el conocido grito de Hess en la gran manifestación de partido nazi en 1934 a favor de Hitler.
El caudillo, jefe del Estado en ese instante, lo será igualmente del partido, gobierno, fuerzas armadas y todo a la lobreguez y designio del Comandante-Presidente.
Cada acción de dominio requiere un impulso de combate, y el líder lo enunciará con vehemencia para que nadie pueda tener un resquicio de duda.
El desaparecido Hugo Chávez lo expresó con palabras florentinas al forjar la Constitución de la República Bolivariana: Su páter ideológico poseía una inteligencia inherente. A los escasos que le asediaban les dijo: “No tengo, es lamentable, un adversario con el que uno pueda sentarse a conversar de política; si así fuera, yo no tendría problema en hacerlo”.
Tampoco le cruzó por su entelequia de que alguna vez lo haría. Ni lo intentó. El ordeno y mando castrense era su único lema palmario. Fidel Castro, el día que los intelectuales cubanos empezaron a hacer gallitos de libertades, los cortó de cuajo al lanzarles estas inclementes palabras: “Dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, ningún derecho”.
Había nacido el “Caso Padilla” y la ruptura entre dos autores ilusionados con aquella marabunta ideológica ya de claro aire marxista: Gabriel García Márquez, se quedó, Mario Vargas Llosa, hizo sus valijas.
En Caracas Hugo Chávez primero, y ahora Nicolás Maduro, abatieron el coloquio con sus contrincantes ideológicos. Todo ego emanado del poder ofusca, y eso ayudó a olvidar que una de las cualidades que hizo al hombre quinientos años antes de la era cristiana humanista, fue la singular costumbre de la conversa.
Sin esa condición prodigiosa la cultura occidental sería inconcebible, y la palabra diálogo, peana de una habilidad responsable, se vuelve hueca, vacía y sepultada. Siendo así, que la Venezuela de ahora mismo se halla introducida dentro de un nublo peligroso.
Chávez subrayó en infinidad de ocasiones que él no tenía contrincantes ideológicos, sino enemigos, y con ellos, plomo parejo. Su revolución fue armada y él un animal de guerra, un soldado, como le agradaba decir. Ni pedía ni daba cuartel. Se sentía guerrero elegido en cónclave divino por los dioses.
Pronunció una frase agorera obtenida en algún viejo texto sobre la guerra, que le retrataba de cuerpo presente: “El líder no se somete a las masas, sino que actúa de acuerdo con su misión. No adula al pueblo ni lo ama. Duro, implacable, toma la espada tanto en los buenos días como en los malos”.
Todo mandamás de turno, cuando cree haber logrado la obediencia absoluta, lleva al país que gobierna al degolladero. La historia venezolana está colmada de esos magros sucesos.
La situación de la nación, dramática ahora, es el reflejo de un enfrentamiento épico cuando la responsabilidad está huera de valías republicanas.
Es incomprensible que una heredad de portentosas riquezas y con un pueblo altamente preparado, haya podido llegar a la apesadumbrada situación en que se halla hoy.