Hace pocos días he partido al recuentro de Asturias saliendo de una hondonada azulina del Mediterráneo. Ha sido un viaje con exiguo equipaje: un libro de Borges y “Paseos por Roma” de Stendhal. Poca atadura cuando el ánimo se dulcifica al regresar a la cuna de nuestra nacencia. De alguna manera estamos construidos de todo lo que hemos ido dejando atrás.
Según Flaubert, concurrió un tiempo - entre Cristo y Marco Aurelio – en que el hombre estuvo solo, abandonado a su suerte, y la única magia posible en esos momentos, era garrapatear los meandros del alma. Y en esos estamos.
Ignoro si estos escritos son hojas sueltas al viento, pedazos de papel en retazos de un aliento anhelante. En ellos intento descobijar el ser que llevo dentro anudado a mis propias secuelas taciturnas.
Lo he dicho en otros párrafos: no ansío nada, solamente escribir, y esto no es un pedir excesivo en una época en que los seres humanos nos empeñamos en conseguir metas duraderas.
En un período las mantuve, ahora simplemente deseo poder seguir enviando estas letras a la redacción de “Asturias Mundial”, disponer de un poco más de tiempo, cuidar el racimo de plantas del balcón valenciano en la que moro y leer los postergados libros que aún no he tenido ocasión de abrir.
Ya lo había dicho Jorge Luis Borges: “Que otros se jacten de las páginas que han escrito; a mi me enorgullecen las que he leído.”
Hace añadas comencé a llenar cuartillas, líneas donde reflejaba mis alucinaciones interiores. Era joven y la luminiscencia de los anhelos se reflejaban en mis ojos con la fuerza de un friso de cristal de cuarzo sobre un paisaje de ensoñación.
Los primeros escritos, ingenuos, se perdieron. Sucedió en el diario “Región” de Oviedo. En los viajes voy deshaciéndome de todo sin molestia. Si de algo soy jactancioso es del poco apego al pasado, aunque en alguna parte, entre los dobleces de la piel, hay cicatrices que si se hurgan, duelen.
Lo señalo con insistencia: debemos envejecer con dignidad. Suelo, sí, llorar a menudo; más que lágrimas, es un vapor húmedo colgado de los ojos. Sucede frecuentemente ante cierto injusto infortunio, un instante de miseria de la que tanto abunda o la simple ternura tardía en alguna película en blanco y negro ya marchita.
En este instante dejo de escribir y voy a envolverme en las nieblas. Estuve hospedado en el plácido “Hotel Vetusta” de Oviedo. En esa ciudad tan mía sin ella saberlo, hablo con los propios recuerdos perennes de siempre. Almuerzo con José Luis Ávila el periodista que mejor conoce la ciudad para él tan amada y consentida. Es consecuente con nuestra amistad y uno lo agradece.
Regresado al hospedaje la tarde comienza a ser acogedora y fresca, los ruidos se van disipando. Un corto paseo entre los vetustos ramajes del Parque de San Francisco. Se está bien allí. En la mañana había leído o repetido una vez más, las primeras páginas de “Memorias de Adriano”
Al hombre, antes que al emperador, lo contemplo viejo, enmohecido. Enterró hace poco el cuerpo hermoso del joven amante Antínoo, y llora como un niño asustado en la sombras. Su dolor se desnuda igual a un árbol en el otoño cobrizo y siento compasión al verlo tan afligido. Marguerite Yourcenar lloró al trenzar esas páginas.
Medito en lo que puede hacer una mirada desangrada en medio de la negrura cuando la existencia comienza a deshilarse. Si algunos de estos arbustos y arboledas del parque hablaran, llamarían a un niño correteando de cortos pantalones en busca de la jaula de “Petra” y “Perico”, los dos osos que fueron el asombro de nuestra niñez hendida.
Lo subrayó Constantino Cavafis en un café del viejo Cairo con todo su sentimiento helénico: “Un monótono día sigue a otro / idénticamente monótono. Las mismas cosas / nos ocurrirán una y otra vez, / los mismos momentos van y vienen.”
Es el viento de la subsistencia evaporándose. De regreso al hostería la noche nos sabe a ensueño agradable. En medio hay algo certero: saborear el presente es la única razón de que aún podemos volver a las propias y lejanas evocaciones vividas.