El político alemán y canciller de la nación durante 16 años, Helmut Kohl, murió a los 87 años en sus casa de Ludwigshafen.
Solamente una vez, y de lejos, hemos visto a Kohl; fue en Munich una lluviosa mañana en uno de los otoños más recordados debido a otras circunstancias que no vienen al caso. Se conmemoraban los 50 años del “Plan Marshall” y aquel hombretón alto y fuerte como un tonel de cerveza, recordaba, siendo un adolescente, aquellos camiones americanos a la puerta de su colegio, “distribuyendo una sopa que calentó mis manos y mi corazón.”
Hay dos clases de hombres de Estado. Aquellos que por su estatura y circunstancias entran en la Historia abriendo la puerta grande, y los que a fuerza de tenacidad terminan por forjarse un destino. Kohl fue uno de éstos.
Ha caído el hombre que durante años - después sería olvidado - , representó la política alemana unida a la esencia del socialcristianismo europeo. Su “delfín”, Wolfgang Schäuble, lo obligó a dimitir como presidente honorífico de la Unión Cristiana Demócrata.
En una reunión histórica, la ejecutiva votó a favor de invitarle cortésmente a entregar su cargo si no identificaba a los donantes que le entregaron dos millones de marcos en efectivo.
Kohl se negó a ello, prefirió la deshonra de tener que abandonar la casa donde fue durante un cuarto de siglo el único amo y señor, y salió, con su figura gigantesca al encuentro de sus propios fantasmas interiores, entre los que sin duda alguna el ostracismo sería uno de ellos.
Conocía las consecuencias de su acto y lo afrontó. En eso demostró seguir siendo el personaje tozudo de siempre, el mismo que se empeñó, contra viento y marea, en construir la actual Unión Europea. Para él Alemania era intrínsecamente Europa.
Gunter Grass, el autor de “El tambor de hojalata”, siempre prefirió que la reunificación de las dos Alemanias fuera más cultural que política, pero al no ser esto posible, mantuvo la idea de que Kohl no era el hombre para el momento histórico de su país. Se equivocó, y como él, innumerables personas dentro y fuera de Alemania. Aquí se ha demostrado una vez más que las personas no son siempre lo que aparentan.
Quizás una de las razones de su triunfo político sea el hecho de haber sido subestimado en muchas ocasiones. Se expresaba mal, hablaba lentamente y con poca precisión usando lugares comunes, lo cual hizo pensar a sus compañeros de partido y adversarios políticos, que era intelectualmente una persona de marcha lenta e imprecisa. El tiempo demostró que la impresión sobre él era totalmente errada.
Raros son quienes en su tiempo no lo subestimaron. Franz Joseph Strauss, “El toro de Baviera”, un monstruo sagrado que buscaba también la Cancillería, había decretado: “Kohl no será nunca Canciller. Es totalmente incapaz”. Y el prestigioso Washington Post, en la pluma de Joseph Kraft estimaba: “Es un producto de Renania-Palatinado. Le falta la experiencia y visión para ser un hombre de Estado de clase internacional”.
El verdadero talento de Kohl consistió en haber transformado en ventaja este hándicap aparente y en haber retenido la lección de su maestro en política, Konrad Adenauer, que profesaba: “Es un don de Dios el poder pensar con simpleza”. En 16 años de poder, perpetuamente inquieto por sí mismo, atravesó huracanes y venció las diversas crisis. Con él Alemania pasó de la guerra fría al poscomunismo, del pacifismo al terrorismo de extrema derecha, de la prosperidad a la crisis, de la división de Berlín a la partida del último soldado soviético. Diez veces se le consideró muerto políticamente, y aún así en el relámpago decisivo se llevó los dividendos.
Más alemán en heterogéneos aspectos que los mismos alemanes, sabía tomar la política en serio sin plasmar una tragedia. Es sabido que a los germanos les magnetiza enredarse la vida, pero él tenía la ventaja de actuar con simpleza y a razón de ese estilo tranquilizaba.
¿Kohl o la política sin brío? El lo asumió respondiendo: “Me importa muy poco esa opinión. El brío para mí es que la gente me vote”. Así consiguió la unificación de las dos Alemanias y el resurgir de la Unión Europea.
El viejo continente le debe mucho, y en esa laudable actitud de hacer posible el bloque comunitario, residió su mejor baza.