La historia del PSOE desde la instauración de la democracia osciló desde el pactismo de Felipe González, que pretendió y consiguió nacionalizar el discurso del partido, hasta el enfrentamiento ideológico de Zapatero con el objeto de ensanchar por la izquierda la base electoral. A este último se debe aquella perniciosa frase «el término nación es un concepto discutido y discutible».
Cuando creíamos que el disoluto Zapatero había sido un mal sueño, le surge un imitador, un mal imitador, para el que lo importante es conseguir el poder a cualquier precio. La nación pasa de ser «un concepto discutido y discutible» a una realidad: «España es una nación de naciones y Cataluña es una nación». Maquiavelismo o maquiavélico, sustantivo o adjetivo, da igual, aunque quizá Pedro Sánchez debería releer al filósofo y comprobar que el florentino incluía dentro de las virtudes que debía tener un príncipe la de «ser guiado por la verdadera realidad y no por utopías irreales, atenerse a lo que es y no a lo que nos interesa que sea».
Recordaba, con ocasión de esta «aportación» de Sánchez a la teoría del Derecho Constitucional, una conferencia impartida por el enigmático pero lúcido, inteligente e interesante filósofo Gustavo Bueno en la que abordó, precisamente, el tema que sirve de rótulo a estas líneas. Afirmaba Bueno que «nación de naciones» es un genitivo reduplicativo, y el que dice «nación de naciones» es un majadero. Son términos contradictorios, inconsistentes, que solo adquieren sentido si hablamos de una sola nación política integrada por varias «naciones» étnicas. La nación es España, y el resto de las «naciones» están integradas por asturianos, gallegos, vascos... y la miscelánea de los catalanes resultado de la suma de andaluces, extremeños y catalanes propiamente dichos.
Si del terreno filosófico pasamos al jurídico, Sosa Wagner, Catedrático de Derecho Administrativo, en una entrevista concedida con ocasión de la publicación de su libro «El estado fragmentado», afirmaba que «España no es una nación de naciones y si lo fuéramos no deberíamos decírselo a nadie porque en la historia todas las naciones de naciones han acabado fatal: Yugoslavia, Unión Soviética. La nación de naciones no es ningún modelo territorial, es un disparate».
Majadería, disparate… Los que aspiran a gobernar no deberían alimentar estos conflictos. Hemos pasado del discurso ideológico al desvarío ideológico.
Ni siquiera una reforma constitucional pilotada por Sánchez nos garantizaría llegar a buen puerto, porque no existen las condiciones necesarias para embarcarse en esta aventura y, parafraseando a Sosa Wagner, no se puede meter a España en un quirófano para una gran operación y alumbrarnos con una vela.
Hubo una época, no muy lejana, en la que, persistiendo las diferencias ideológicas entre la clase política, había un consenso basilar en las cuestiones fundamentales. Era la etapa del pactismo, que también entendieron Felipe González y Adolfo Suárez como forma de tratamiento de los problemas medulares de la nación. No había extremismos, el socialismo convergía con el liberalismo y el liberalismo con el socialismo.
Ese ambiente político de relativo sosiego se percibía, igualmente, en la oratoria parlamentaria. Al existir un acuerdo en lo fundamental, en el respeto a las reglas básicas del sistema político, por tanto a la Constitución y a los grandes temas de Estado, el debate político era sosegado, menos enérgico, más condescendiente. Hoy las cosas han cambiado. Se han acentuado las diferencias entre la izquierda y la derecha, entre progresistas y conservadores, entre integristas y aperturistas. Hoy los planteamientos ideológicos son distantes, se actúa por impulso. Se corre mucho, pero sin saber cuál es la meta.
Dios y los militantes socialistas nos libren de Pedro Sánchez.
¿Es la prisa la pasión de los necios?