El cartero del barrio, siempre vivaracho y abierto a zurcir la hebra cuando de mozuelas se trata, nos entregó antes de Semana Santa dos cartas venidas de Serbia. Me pregunta de dónde son los sellos. “De los Balcanes”, le señalo. “¿Lejos?” inquiere. “No, forma parte de la desmembrada Yugoslavia”. Me mira con algo de pasmo y se aleja a continuar su bienhechora tarea.
Los amigos dejados en Belgrado han ido regresando en forma de mensajes, pequeñas misivas de un papel tenuemente azulino. Hablan de evocaciones, paseos entre los abedules, castaños y robles del Parque Kalemegdan rememorando noches de poesía, sémola y afectos, en las orillas en que el Danubio y el Sava se unen suavemente formando un encuentro querendón.
Estas hojas de papel eslavas traen remembranzas y esparcen evocaciones de humedad al leerlas.
En el centro de la ciudad se alza el Café Moscú. Cada noche una reducida orquesta de violines sumerge el local de unos sonidos que, más que notas musicales, son el apesadumbrado pentagrama de una doliente guerra ya concluida y que aún así continúa taladrado en el fondo del local y clava los recuerdos quejumbrosos en la piel de los tertulianos que sufrieron aquella abatida malaventura.
Los violines gemían; de sus cuerdas emergían lamentos en memoria de los familiares y amigos perdidos en los campos de Bosnia y Kosovo.
Pudieron haber existido razones para tanta barbarie en Yugoslavia. Una tal vez sea la venganza de la Historia de la cual habla Hermann Tertsch; otra, acaso más real, la de los pueblos fáciles de moldear a cuenta ante del carisma de un solo hombre.
Europa ha tenido perennemente líderes rayando en la enajenación y tras sus ideas, barahúndas y alaridos cual plaga de termitas, pueblos completos marcharon en una misma dirección a inmolarse con la intrepidez de salvar una patria que ya estaba tiempo hace desmigajada.
Entre las dos tremebundas guerras mundiales surgieron media docena de iluminados representando un ramalazo de dolor incomprensible, el mismo que parece perdurar acongojado en los violines. Las cuerdas poseen sonidos que avisan de la marabunta que viene acercándose como orugas ponzoñosas. No será ahora mismo, pero sin duda regresará como el aullido del lobo en la estepa.
Esos instrumentos de cuerdas con olor a cerezos floridos característico de las vendedoras ambulantes escondidas en cada esquina de Belgrado, nos acompañaron en nuestro peregrinar, y aún hoy nos siguen hablando del sentido desencajado que la muerte y la vida tienen en esas tierras.
El día antes de la partida descendí a las orillas del Sava en la curva de ballesta que se abraza al Danubio. Tomé un puñado de arena y la deposité envuelta en un pañuelo. Ahora se halla en una rinconera del cuarto de los libros en un frasco azul pálido mientras hilvano estas palabras que como la existencia misma son aspavientos que empujan sombras o recuerdos.
Mirando esa arenisca, percibo a los veteranos amigos de tertulia y escucho la pavana entristecida surgida de los violines del Café Moscú.