Nada más entrañable para un cristiano al viejo uso que la Semana Santa. Una liturgia convertida en acto sacramental de las almas sensibles y devotas. En ningún tiempo se viven estos días de Pasión, Jueves y Viernes Santo como en la niñez, edad en que la muerte y resurrección de Cristo son el primer encuentro con el dolor, el sufrimiento muerte y la injusticia, anatemas que la vivencia cotidiana aumentará en demasía.
Señalaba el injustamente arrinconado poeta salamantino, de Frades de la Sierra, José María Gabriel y Galán, en unos versos de sencillez turbadora: “Cuando estas fechas caían sobre los pobres lugares, la vida se entristecía, cerrábanse los hogares y el pobre templo se abría.”
Y uno, el niño de entonces, sintiendo tanta angustia en su contorno, miraba con ojos seducidos el rostro de un Nazareno sangrante, mientras a su lado se hallaba compungida la figura de la Virgen María a punto de desmayarse, en esas efigies portentosos realizadas en infusión creadora por los imagineros castellanos Juan de Juni, Gregorio Fernández o José de Lara Churriguera.
Oprimidos contra madre, rigurosamente vestida de negro, intentábamos comprender asustados la razón de ese flagelo contra un ser ya macerado hasta la extenuación, sin entender aún que las injusticias son parte intrínseca de la cotidianidad humana.
Y esos días de entonces, con más recogimiento que ahora, haciendo abstinencia casi obligante debido a la persiste escasez de aquella posguerra, marcaron en cierta forma al hombre de hoy, taciturno, introvertido, propenso a la soledad furtiva.
Ya un poco más tarde, con libros de estraperlo, llegarían las páginas de Giovani Papini cuyo impacto gravitaría sobre nuestra concepción del cristianismo, algunas veces zarandeado y otras con arrebatos de inusitada efusión, mientras los versos de Tomás de Kempis nos hicieron sentir la fragilidad de la existencia.
Si hay un libro sin frases retóricas, es el Evangelio. En el capitulo de la Pasión, Marcos, narrando los hechos hacia el año 65, tiempo después de haber sucedido, hace un reportaje periodístico como si hubiera investigado los hechos en profundidad.
Así, después de haber salido Jesús de la presencia de Pilatos y ser soltado el bandido Barrabás a petición de los fariseos - minoría aristocrática judía -, el flagelado es revestido de una capa de púrpura, le ciñen una corona de espinas y se mofan de él. “¡Salve, rey de los judíos!”
Golpeado y escupido, fue obligado a llevar la pesada cruz camino del Gólgota. En la cima lo clavaron y en la hora novena, exclamó con voz contrariada: “Eloí, Eloí, lama sabakhtaní” (Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?).
En el largo poema “Mi padre el inmigrante”, el bardo italo-venezolano Vicente Gerbasi rotula: “Venimos de la noche y hacia la noche vamos”.
El Díos-hombre en ese instante de incertidumbres y aprensiones nos legó la realidad de vivir más allá de las propias tumbas.