Suelo ir poco al cine. Soy de la cosecha de “Ciudadano Kane”, “Campanas de medianoche”, “Casablanca”, “La diligencia”, “Ladrón de bicicletas”, “Esplendor en la hierba”, “Muerte en Venecia”, “El gatopardo”, “Viridiana”, “Doctor Zhivago”, “El espíritu de la colmena” o “Cinema Paraíso”, rancios alcoholes cuando la recolección se hacía a mano y se seleccionaban las mejores uvas del viñedo de ese campo llamado luz y sombra del alma.
Los entendidos del Séptimo Arte nos recuerdan que antes de morir deberíamos ver 500 películas. Es una lástima, ya no dispongo de tiempo. En otra existencia quizás será.
Hace unos días he leído unos apuntes de Alfred Hitchcock envueltos en un sobresalto de atracción fatal y casi mítico, ya que el británico tenía la perspicacia de hacer del miedo una manera de fingir sus aprensiones.
De él hemos visto “39 escalones” y “Rebeca”, y esto en tiempos lejanos, es decir, cuando las películas eran en blanco y negro y con esos dos matices se creaba un amplio pentagrama de irisaciones de luz.
Hacia el año 1963, cuando realizó “Los pájaros”, todos, inexplicablemente, nos asustamos a pesar de pertenecer a una generación de la posguerra con lo doliente y siniestro que eso significaba. En aquel tiempo nos dimos cuenta del nacimiento de un mago del regodeo, aunque había instalado turbación en todos los poros de las escenas desarrolladas en la mampara nívea.
De una familia católica, en un país protestante, Reino Unido, le vino al chiquillo un sentido de la disciplina estricto, mientras en el colegio de los jesuitas de Essex sintió la represión. También las dudas y la soledad. Un combinado difícil de asimilar en la mente escaldada de un joven soñador. En su biografía hay estas palabras: “El miedo ha influido en mi vida y mi carrera.”
La estricta moralidad represiva de su entorno familiar lo fue puliendo hasta convertirlo en un inmaduro introvertido repleto de extrañas culpabilidades. No es casual que esa opresión aparezca posteriormente en forma de fetichismo en cada escalón de su obra cinematográfica.
Uno suele ser siempre imagen y semejanza de las experiencias que padece.
Acudía todos los días al Museo de Scotland Yard de Londres, obsesionado ante la escenografía de los grandes criminales y sus historias. También coleccionaba con interés anormal todo lo que los diarios publicaban sobre asesinatos. Llegó a tener miles de fichas, un gran apoyo para los guiones cinematográficos que después realizó.
En el campo literario, Edgar Allan Poe y su poema “El cuervo” lo marcaron, mientras Luis Buñuel, Jean Cocteau – “Los niños terribles” - y Epstein, lo laceraron hasta marcarlo en profundidad.
El cine – su mundo - es manipular al espectador y someterlo al ritmo de la historia que se cuenta. Alfred Hitchcock lo hizo como nadie, y uno, aún hoy, no viendo muchos filmes, sigue atrapado en su alto trapecio sin red.
Y es que el cine, aún siendo luz sobre sombras chinescas, manipula los sentimientos, hace aflorar pasiones escondidas, revolotear sensaciones nuevas, al ser el duermevela de las cadencias que jamás podremos poseer en las comisuras del espíritu aventurero.
Quizás no acuda al cine debido al temor de no asumir la misma vida que la pantalla refleja.