Resulta frustrante tener que recordar a estas alturas el significado y alcance de la presunción de inocencia, pero, dadas las circunstancias, parece que insistir sobre el tema no es asunto baladí. Es un derecho constitucional que «vincula, en su integridad, a todos los jueces y tribunales y está garantizado bajo la tutela efectiva de los mismos» (artículo 7 de la Ley Orgánica del Poder Judicial).
De la misma opinión es la Sección 4ª de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional, que en el trámite de audiencia para solicitar medidas provisionales en relación a los señores Rato y Blesa, y ante las peticiones desmesuradas y sin fundamento de las acusaciones populares, dijo en relación al primero: «Al Sr. Rato, como no podía ser de otra manera, le ampara la presunción de inocencia, lo que, ante las peticiones formuladas, no está de más recordarlo»; y respecto al segundo: «en el proceso penal español el principio de presunción de inocencia se mantiene incólume hasta la firmeza del fallo condenatorio».
Los integrantes de esta Sección son magistrados que se ajustan en sus decisiones a criterios de buenas prácticas profesionales y no se dejan influenciar ni por los medios ni por la presión social. Además –y esto es decisivo-, motivan sus decisiones arguyendo no solo razones, sino las mejores razones. Son buenos conocedores de que la motivación no es solo justificar, sino justificarse. Quizá Rato y Blesa han desarrollado actuaciones que pueden ser delictivas, pero el juicio final no lo pueden emitir ni los medios ni los ciudadanos. Lamentablemente, no todos los jueces aplican la misma vara de medir.
Precisamente por ello, la presunción de inocencia se articula sobre la base de que los jueces se equivocan y de que, cuanto más primario es el juez o tribunal, más se equivocan. De ahí que deba mantenerse hasta que el fallo condenatorio adquiera firmeza, es decir, hasta que se pronuncie el tribunal superior, que, al estar integrado por un colegio de jueces, minimiza las posibilidades de error.
La presunción de inocencia es, también, de alguna manera, un contrapeso a la independencia de los jueces, en ejercicio de la cual muchos de ellos toman sus decisiones de forma arbitraria, con falta de motivación suficiente, olvidando que la presunción de inocencia impone al juez la obligación de adoptar una posición de neutralidad, de ausencia de pre-juicios y la absolución en ausencia de datos probatorios de cargo claros y contundentes. Cierto que los textos normativos no son autoevidentes y hay que interpretarlos, y, por tanto, no hay ley sin interpretación, pero la arbitrariedad solo se combate con motivación.
Con fundamento último similar al de la presunción de inocencia, y también emparentados con los cada día más frecuentes errores judiciales, se encuentran los aforamientos. El aforamiento consiste en que no nos va a juzgar el juez natural, normalmente unipersonal, sino un tribunal colegiado al que se le presume mayor preparación, madurez y sentido jurídico. Pues bien, históricamente el ranking de aforados siempre lo vinieron liderando los jueces, lo que evidencia que son los propios jueces los que mayor grado de desconfianza albergan respecto a sus colegas. Todos invocan la independencia, pero no se fían de sí mismos.
La independencia no debiera ser ausencia de control, ni libertad absoluta, ni autoritarismo, tan evidente en algunos procesos. La racionalidad comunicativa debiera sustituir al autoritarismo monologante. La independencia debiera tener, al menos, el límite de la ética, y esta ética impone autocontrol, responsabilidad, exigencia, imagen, cortesía, contención, principios, rigor, formación, conocimiento, colaboración, equidad, tolerancia, reserva, prudencia, diligencia y honestidad.
La legitimación del juez no es de origen –no es elegido democráticamente-, sino de ejercicio, y el mal funcionamiento de la justicia repercute directamente en su legitimación.