Es una realidad: la civilización no se salvan con principios, sino con acciones. El poner la otra mejilla es un poema bíblico, un claro entreguismo.
Ha muerto en París, ciudad en la que residía, el filósofo e historiador búlgaro Tzvetan Todorov. En nuestro largos años siendo colaborador de los “Premios Príncipe de Asturias” – enlazados al mismo nivel que los Nobel – tuvimos la ocasión de conocer a diversos galardonados, y cada uno, sin excepción, nos ha dejado un poso de valores humanísticos incomparables.
La pátina de paradigmas que han ido empapando nuestro espíritu durante esos días en Oviedo, es ilimitada. Nuestras alforjas pedagógicas de esos encuentros poseen resortes que han ayudado a calibrar y agradecerle al mundo actual nuestra presencia en él.
Todorov nos dejó diversas formas de decirnos las palabras, y unas de la más elevadas hablan de que lo más sagrado en el planeta en el que estamos envueltos tras dos terribles guerras mundiales y conflictos sin descanso hasta ahora mismo, debería ser el sacrificarnos por Dios, la nación o la clase asalariada, y lo basaba en algo tan espontáneo como que una persona sonriera a otra en la calle y ese acto fortuito pudiera ser la base “para trasforma el fundamento de toda una vida”.
Quizás esa nueva bienaventuranza nos parezca tosca y seca, aún teniendo el concerniente querencial que cuadra la existencia terrenal al completo. El llamado llega de lejos y ha atravesado siglos siendo malamente escuchado: “Amaos los unos a los otros”.
El terrorismo religioso actual nos lanza al hipogeo, seca nuestras propensiones humanísticas y nos coloca al borde de un precipicio sin fondo, al estar desmoronándose desde una altura que nubla el entendimiento y nos dice que el enemigo siempre es el otro, el incomprendido sin razón o con ella. No hablamos con los otros, no tocamos verdades que nos pudieran unir. El rencor es la medida del todo, el fin del propio tiempo envolvente.
Escuchemos a Tzvetan Todorov y procuremos hacerlo despacio, respirando sus señales hacia el interior de la piel: “Comprender al enemigo quiere decir igualmente en qué nos parecemos a él”. ¡Qué tremenda verdad! Si escucháramos a los otros nos veríamos como hermanos siameses, y no lo hacemos al haber destruido la convivencia sin descanso
Frente al terrorismo vehemente, se nos repite como un versículo, no caben medias tintas, al estar nuestras mentes fraguadas en las cavidades profundas del ser, cuando sabemos que hasta el peor humano posee arrebatos que se han desplomado desde su propio cielo protector. Somos – es bien sabido – barro, sangre macerada y soplo venido de una deidad lejana, y aún así nos vemos retorcidos, obcecados, verdugos de unas creencias mal preñadas a partir de la misma noche de los tiempos.
Seguimos atados al cordón umbilical de la expiración, donde la mala levadura del ser humano cuece macerada indisolublemente.
Actualmente el terrorismo universal lo manejan fracciones sanguinarias cuya lucha es contra la civilización judeocristiana, y que mañana puede ser contra el resto de los credos o pensamientos pródigos.
Lo mejor que en estos tiempos de relámpagos políticos podemos hacer, en medio de las Guerras de Oriente Medio, las palabras de Donald Trump, el crecimiento de los nacionalismo más obtusos o el rompimiento de esa rayuela llamada Unión Europea, es meditar, analizar y respetar las consecuencias de estas dos frases de Todorov que comenzó a tejerlas en su ciudad de Sofía, cuando la vida salía a su encuentro al final de la espantosa II Guerra Mundial:
"La inmensa mayoría de los crímenes colectivos fueron cometidos siempre en nombre del bien... Las causas nobles no disculpan los actos innobles".
"La guerra es más poderosa que las razones por las que se va a ellas. Hoy casi todos los conflictos que lidera Occidente se presentan como si fueran humanitarios".
"Creo que el rol de los intelectuales no es seguir la corriente, sino perseguir la libertad, preguntarse por ella, y transmitir los resultados de su pesquisa. Y no tener miedo".
"Cuando los acontecimientos vividos por el individuo o el grupo son de naturaleza excepcional o trágica, el derecho (a la memoria) se convierte en un deber: el de acordarse, el de testimoniar".
Los últimos años del siglo XX y los primeros del XXI nos han demostrando la imparable presencia de genocidios, torturas y hambrunas con miles de refugiados que siguen sin obtener un cobijo, y es que la insensibilidad ha tomado cuerpo y hemos venido acostumbrándonos a ella.
Enfrentados a esa situación, deberíamos apoyarnos en Sócrates cuando nos recordaba en los albores del mundo grecorromano algo congénito: Lo importante no es vivir, sino hacerlo con justicia humanística.
Ahí se halla el reto que la civilización occidental tiene ahora mismo.