Cuando oigo esas voces que continuamente reivindican la independencia del poder judicial, me viene inexorablemente a la mente la reflexión de la abogada del Estado en el juicio Nóos, que, refiriéndose al lema «Hacienda somos todos», manifestaba que se trataba de un eslogan publicitario: irrefutable y acertado matiz avalado por la triste realidad que, entre otros muchos ejemplos, deja en manos de la clase política determinar qué parte de su retribución tributa a las arcas públicas.
Con la independencia del poder judicial, de la que la imparcialidad es el corolario, pasa otro tanto. Es un elemento básico del Estado de Derecho, la separación de poderes tiene como objetivo último garantizar la independencia de los jueces, pero la realidad pone de manifiesto que este principio, en la práctica, está sometido a ataques externos que lo ponen en entredicho.
En primer lugar, hay procedimientos de acceso a la judicatura que no garantizan una capacitación global, y sin dominar el oficio no se puede ser ni independiente ni imparcial; el asociacionismo judicial y su vinculación a partidos políticos tiñen de sospecha el acceso a determinados puestos; la construcción de perfiles «heroicos» o «magnificados» de determinados jueces, tampoco ayuda.
Si el problema existe con carácter general, en Cataluña se agrava. A las causas descritas se une un espíritu gregario que está en la base de la formación de clanes o grupos creados a partir de la coincidencia en una misma ideología y en el apoyo público e incondicional a opciones políticas secesionistas claramente ilegales.
El ejemplo más notorio lo tenemos en el juez Santiago Vidal, la Norma Duval de la judicatura, como lo calificó algún periodista, por su tendencia incontenible a colocarse delante de cualquier foco mediático. Cierto que está apartado provisionalmente del cargo por haber redactado una Constitución catalana, pero en dos años recuperará las funciones. Este personaje que no sabemos si calificar como iluminado, fabulador, predicador, traidor, torpe, parlanchín, fanfarrón, perturbado, héroe o villano, se ha dedicado a destapar las ilegalidades que está haciendo el Gobierno catalán, en alguna de las cuales él mismo ha participado. Sus confesiones hubieran supuesto para cualquier ciudadano la investigación (imputación) inmediata; la más dura, desde mi punto de vista, es la referida al reclutamiento de jueces para ejercer en Cataluña una vez consolidada la secesión. Con ser preocupante esta actuación, lo es aún más que ya existan treinta y cinco jueces que han suscrito el manifiesto secesionista, con Vidal a la cabeza, apelando a la libertad de expresión y convencidos de que el referéndum es legalmente viable. Dicen actuar como juristas, pero ignoran las reglas básicas de nuestro Estado de Derecho y de nuestra Constitución, que proclama su fundamento en la indisoluble unidad de la Nación española y que la soberanía nacional reside en el pueblo español. Cualquier alumno de primero de Derecho lo sabe.
¿Merecen ser considerados jueces quienes desconocen estos principios elementales no susceptibles de interpretación? ¿Se pueden predicar de estos jueces la independencia y la imparcialidad? Algo huele a podrido y algo falla en el sistema de selección de jueces.
Otro ejemplo poco edificante lo tenemos en la persona de Carlos Viver Pi-Sunyer, ex Vicepresidente del Tribunal Constitucional, que está redactando la norma que ampara el referéndum; espeluznante paradoja: un constitucionalista preparando un golpe de estado.
El Gobierno debe actuar con toda la contundencia y con todas las armas del Estado de Derecho contra quienes han hecho de la ilegalidad su bandera. No queremos oír que el referéndum es inconstitucional, queremos oír que el referéndum no se celebrará. Aunque quien tiene al juez de acusador necesita a Dios como testigo.