La mayoría de nuestras relatos, reales o conjeturados, beben en un mismo cántaro: hechos que fusionados forman los arrebatos de la existencia de la que estamos formados y son la valija que nos acompañan ineludiblemente hasta el final de los días; buenos unos, complicados otros y aún así perdurables en las brisa matutinas del vivir.
Conozco cortesanas de medio mundo y todas guardan bajo su piel la misma sensación fofa y dulzona, la idéntica impresión de cansancio doliente de aquella primera meretriz que nos tumbó sobre una heredad inclinada y húmeda en un recodo del camino, bajo la tapia del cementerio de Ceares cercano al caliginoso barrio del Llano del Medio, aquella “Terra Nostra” de la infancia de un Gijón gris de la que supimos muchos años después que había sido el titulo con cuyas letras Carlos Fuentes – corría o volaba en él 1967 - habiendo visita el austero monasterio de El Escorial rasgueó sobre cuartillas una de las obras más sorprendente escritor mexicano.
Aquella entrada al serrallo fue una avidez que dejó sobre la piel un olor a brillantina que tardó días en desaparecer. Nos bañábamos mañana y tarde y seguíamos oliendo a lupanar, a conciencia escabrosa o inocencia malamente despilfarrada.
La segunda vez el acto lascivo fue más sereno. A la muchacha dócil como retama, le salían de su rostro ovalado, blanco cual leche cuajada, dos ojos encendidos, negros y profundos, dejando en el joven que uno era una envoltura de cadencia que aún hoy, cuando viene aún recodo de la mente, evoca una estimulada ilusión.
Habiendo cruzado el epicentro de la vida o lo sobrante de ella, el amor a plazos con tarifa fija, sediento, medio a hurtadillas, incomparable por lo que guarda de gozo lejano, es ya dentro de nosotros como el reposo del guerrero que antaño hizo batallas entre sábanas de lino a la luz de una palmatoria, y ahora solo saborea requiebros de sombras o cadencias idas.
Con el paso de los años ya parsimoniosos, las fogosidades - piadosas o virulentas, indiferentes e insípidas - se han ido pegando a una capa callosa que recubre la llamada experiencia, pero en realidad es pesadumbre unida a sueños truncados, anhelos no conseguidos e infortunios sin término fijo.
Quizás sea la supervivencia al desnudo tal como ha sido siempre.
Tras haber llegado el cuerpo a ser parte de la serenidad sin contornos, seguimos sintiendo hacia estas mujeres envueltas en luz de gas, luciérnagas y ráfagas de efervescencia, el sutil encanto del paso de los días cada vez más hundidos, y es que las cortesanas de la noche, al ser ellas avidez, sangre encendida y sudor pegadizo, conocen bien a los hombres sedientos como uno y ven en nuestra mirada la mancebía rota y los sueños truncados.
Son aves haciendo nido en un destartalado palomar: el nuestro.