El camino es la maleta

 

Habiendo pasado el  tiempo donde liar los bártulos era como una liberación, ahora nos cuesta  más hacer la añeja maleta, y ella,  que nos  acompañó  una vida de un lado a otro, mira con ese apego de los objetos inertes que el tiempo ha ido convirtiendo en parte de uno mismo.

 Hay maletas tan atestas de vivencias que si pudieran departir o escribir un diario, serían las más sorprendentes cronistas.

Hace unos días he llegado a Madrid de paso. Mis  movimientos en la villa se centran en un pequeño hotel en la plaza Sevilla a una mano de la Puerta del Sol; un paseo sobre la Gran Vía a bajo hasta recaer en los jardines del Palacio Real. Muy cerca, la antigua Estación del Norte, esa puerta en que hace añales cruzaron  los ojos asombrados de un jovenzuelo  venido de los  grises tiempos de una posguerra a un  mundo entonces  sombrío,  abatido y estrecho. Hambre y puerros cubría el cielo plomizo de la ciudad que apenas tenía madroños.

 Han pasado incontables inviernos  y  nosotros, los de entonces, ya somos los mismos. Atrás han quedado ilusiones, dudas y recelos.

Luciano De Crescenzo nos dijo  que Ulises no es un personaje, sino una manía. “Una manía que obliga al hombre a partir. Siempre. Una manía que algunos tienen y otros no. Si tú también la tienes, has de saber que en el puerto hay una nave que te aguarda. No te preocupes por la maleta. No averigües el precio del pasaje. No preguntes el destino. Lo importante es partir.”

 Y en eso hicimos,  caminar, más bien dejarse ir. Cada huida pensada fue la auténtica esencia del desplazamiento. Coexistimos de diversas formas, no siempre todas atrayentes. Las aguas del mar Caribe fueron las más abiertas y mejores, pero hoy, en estas líneas, es otra historia.

Somos un coexistir de costumbres y, cuando  pasan los años, mucho más aferrados a ellas nos sentimos, y es que nuestros viajes  empujando la arcaica maleta  son un caparazón  de la propia piel. Uno, desde que nace, hasta el hipogeo, solamente es una verdad: andariego.

En alguna ocasión nos hemos he sentado en la Estación de Atocha en Madrid ante la escultura en bronce de El Viajero, esperando   continuar el camino interrumpido siempre debido a   la soledad o el miedo. Y allí, apretado  a propia usada maleta, símbolo  que en Eduardo Úrculo, tan afincado en Asturias,  era la perdurable partida, hallamos al escultor en el claroscuro de su vida enfrentado a  la esencia de su condición de escultor imborrable.

 Úrculo sabía  que toda maleta termina siendo la propia piel del viajero. De tanto hacerla y deshacerla se  convierte en un pedazo más de  nuestro propio yo, un destino que obliga al hombre a partir y a escuchar decir en los andenes al revisor con certeza: “No averigües el precio del pasaje. No preguntes el destino. Lo importante es partir.”

 

 



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