Uno va recogiendo los alientos de la existencia a recuento de los vínculos a la tierra de nuestro linaje. Estamos construidos de historias pequeñas, anhelos, nostalgias, desahogos y cobijos surgidos de la heredad en que hemos nacido. Es más tarde, entre otros parajes y con algo de filosofía familiar, cuando nos dando cuenta – unos lo llaman experiencia - que la meta deseada está demasiado lejos y nos abruma comenzar a transitar hacia ella.
Y en ese envolvente ritual, abrimos los labrantíos que forman lo años idos en nuestras cicatrizas, algunas penetrantes, otras meras rozaduras y, en medio, parcas aflicciones al acordarnos mejor de los momentos apacibles que los hirientes. Un antiguo adagio expresa: “No deberíamos derramar lágrimas nuevas sobre panas antiguas”. Y tal consejo ayuda.
Hemos venido al lar familiar al encuentro del pasado ineludible aún a sabiendas de que uno ya no es completamente de esta orilla. Nos volvimos mojón, castaño de secas ramas.
Tras el trajín de los saludos, las evocaciones y un paseo a la calle Eulalia Álvarez en el Gijón de nuestra nacencia tantas veces evocado, la cita impostergable son los libros que nos acompaña a templar emociones y refrescar el espíritu. Leer sigue siendo el soporte donde apoyarse ante las permanentes incertidumbres.
El novelista Amos Oz, al que saludamos en Oviedo años atrás, es el autor de una obra hondamente personal. Nacido en Israel, vive en el país desde su nacimiento. Tras haber pasado años en un kibbutz, ahora lo hace en las eriales despojados de sombras de la Península de Sinaí.
Comprometido intelectualmente con el proceso de paz de Oriente Próximo, es la voz de los sin palabras en esos roquedales de zozobra y desaliento.
El sionismo es un fin. Eso creo entender en el libro “Una historia de amor y oscuridad” que me acompaña. Sin duda Oz está a la altura de Shmuel Yasef Agnon o Isaac Bashevis Singer, dos autores de mi complacencia.
Reconozco que cuando un pueblo asume una Alianza con Dios e inquebrantablemente va al encuentro de la Tierra Prometida, aún estando dentro de ella como los pedruscos desparramados del antiguo templo, la realidad asume ribetes de odisea, epopeya homérica y angustiosa. Quizás también - y lo doy como una certeza - dolencia ceñida a la piel.
Esas páginas autobiográficas que comentamos invitan a mirar la esencia de una familia, una raza y un pueblo, mientras se escucha el eco de sus voces tan cerca de nosotros como si respiraran a nuestro lado, y así se le escucha decir a la abuela inclina al trasluz de la ventana:
“Si ya no te quedan más lágrimas, no llores. Ríe”.
Analizando esa prodigiosa literatura nos acordamos de nuestra niñez. Veo el mantel de cuadros verdes y azules sobre el suelo, el flan requemado, la ensalada con frutos del escuálido huerto del vecino. Miro a madre. Hablo, llorisqueo o le quiero quitar un caballo de cartón a mi hermano pequeño.
Igual hace Amos Oz, con la diferencia de poner en sus folios un perdurable afán con el deseo de que el olvido no forme nido en la trastienda del alma.
Las piedras en Israel son el tiempo solidificado, manan sudor y demasiada sangre de su historia inmemorial. Uno intenta siembra una simiente y al escarbar, se tropieza con capiteles, perfiles romanos, rollos de Qimrán escondidos por la comunidad de los esenios, ánforas griegas, espadas de cruzados, monolitos inmensos, jarras con nombres y fechas de pueblos del desierto. Hay más ruinas que tierra, y los frutos en los macizos poseen sabor a sándalo, incienso, humo de hierbas olorosas, canela y mirra quemada en recuerdo del Arca de la Alianza con tronco del sicómoro.
Tal vez ahí esté la razón de que cada día – siempre al atardecer - el judío redima el predio de sus mayores con salmos convertidos en poemas, al saber que los surcos sobre la tierra ambarina son el yugo primario, aún si fuera el orante poco religioso, entre él y Yahvé.
En tres ocasiones estuve en Israel y fueron esos encuentros los instantes más inenarrables que un viajero empedernido como uno haya podido tener en su ya larga existencia. Posiblemente no tenga ocasión de regresar, y aún así el cuarto viaje está marcado en mi cuadernillo Moleskine como una promesa aún sin cumplir.
Si ahora entono los ojos y paseo sobre la memoria, creo estar a las puertas de las murallas de Jerusalén subiendo hacia el Monte de los Olivos. Una luna redonda se posaba la última vez sobre la ciudad y su luz traspasar la sorprendente Cúpula de la Roca y se inclinaba sobre el Muro de las Lamentaciones.
Mantengo una admiración imperecedera hacia el pueblo judío, su mensaje bíblico robustece mi fe cristiana, y su historia sorprendente unida a la dignidad inconmensurable, refuerza mi estirpe humana