América Latina es la cuna fértil del nacionalismo popular y lo vimos surgir, matón y cruel, con “Tirano Banderas”, la novela de Valle Inclán cuyo paradigma abrió el camino del Realismo Mágico sin existir como tan esa palabra hasta la llegada de “Hombres de maíz” del guatemalteco Miguel Ángel Asturias con sus mitos indígenas.
En ese mismo tiempo el cubano Alejo Carpantier, en el preludio de su tomo “El reino de ese mundo”, lo denominó “de lo real maravilloso” envuelto de mitos indígenas que van de lo autentico a lo soñado, aunque el sentido más sólido se fraguó su expansión universal con la llega del latinoamericano boom literario que lo santifico en los altares del lenguaje escrito fantasioso ya como “realismo mágico”.
Sería extremado creer que esa literatura cuajara en grupo sociales y desestabilizan las convivencias, aunque Fidel Castro intento, y lo consiguió en parte con Gabriel García Márquez. La realidad palpable es que el patriotismo nacionalista exacerbado puede ser algo congénito envuelto en una traba de difícil cura. Nada en él es nuevo, si lo son las formas y circunstancias que nacen dentro de esa estructura sulfurada de ideas falseadas sobre arcaicos conceptos históricos que suelen revivir cada cierto tiempo
Jorge Luis Borges un día discutía con Bioy Casares, el autor de Morel y sus fantásticas máquinas, sobre los heresiarcas de Uqbar, nacionalistas infames hasta la médula. Le decía el ciego porteño que más veía tras las sombras, algo certero: “El nacionalismo es una de las lacras de nuestro tiempo.”
El autor del “Elogio de la sombra”, cuando hablaba de política se volvía melancólico. Era enemigo a muerte del Estado y de los Estados. Algunos dirían que Borges era anarquista. Nosotros no llegaríamos a tanto, eso sí, hacía méritos.
En los regímenes totalitarios se comienza con un carné del partido único y se termina acatando a juro la manipulación mental. Se planifica la existencia hasta el más mínimo detalle, y cada mujer u hombre se habrán convertido “voluntariamente” en masa amorfa. No es una alucinación, sino el sometimiento a la naciente comuna que llega intolerante para quedarse.
Esto sucedió o comenzó en la Unión Soviética de Stalin, la China de Mao, la Albania de Enver Hoxha, o ahora mismo en la Cuba de los Castro, la Venezuela de Chávez y Maduro o sobre la Corea del Norte bajo el yugo de Kim Joung-Un y antes Kim II Sung Kim II.
El patriotismo es una adhesión a la nación que forma su estructura sin monopolización, ya que lo contrario conduce a la deslegitimación e incluso al totalitarismo. Una cosa es respetar a la República y otra distinta exigir a los ciudadanos un compromiso que se termina convirtiendo en obligado acatamiento absolutista.
Con demasiada frecuencia ha sido utilizada la palabra patria por los politiqueros iluminados para convencer a los ignorantes de que diesen, si necesario fuera, su vida por ella. El Dirigente Supremo cada dos por tres dice que ésta es una revolución armada y que el pueblo – su pueblo en sentido de posesión - derramaría la sangre de sus venas hasta el último aliento por defenderla.
No será uno quien haga suya la pregunta de lord Acton: “¿Es el patriotismo el último refugio de los miserables?”. Quizás algunos lo piensen, avalen y lo crean, al existir ejemplos devastadores en la historia reciente.
El patriotismo chauvinista es un nacionalismo exacerbado atestado de complejos que alguna izquierda emergente aprovecha a favor de su propia mitomanía, sembrada de un concepto de nación si no falsos, cumplidamente engañosos. En él siempre imperan los sentimientos sobre la razón y sirve de comodín para manejar tenazmente a las masas.
De manera romántica, la Patria con mayúscula es un sentimiento que hacemos nuestro; es el camino a la escuela, el patio de nuestros juegos, los labrantíos, ríos, montañas, bosques y nublados; la lluvia, el viento, las sombras de la noche, el sonido de una campana; los niños y viejos del pueblo; la flor de durazno, los relatos de las ánimas; las colinas cubiertas de musgo, el salitre del mar y el mismo inmenso mar; los muñecos de trapo y la mirada tierna de la amada; refleja la comunión con nuestros antepasados y el recuerdo hacia los seres que nos han forjado tal como somos.
Estas valías y afectos no necesitarían de un “certificado patriótico” que manifieste el apego a la tierra entrañable.