No expongo nada nuevo ni lo pretendo, y así, a tal razón, con el caer del año que se nos va, hablo de España, país parecido cada vez más al reparto que suele hacerse de las piezas cazadas en una batida campo a través.
Es sabido que a esta heredad no se la entiende sin unos sorbos de clarete de Valdepeñas, blanco de Málaga, tinto de Vega-Sicilia, mostos de Rueda, Peñafiel o Medina del Campo, es decir: alcohol embotellado por manos que llevaron sobre sus hombros aquellos amoríos primerizos que iban a los campos solos, al encuentro de tientas bajo la luna grande igual a sandías reventonas.
Y es así que hacia mediados de diciembre, apoyados en el quicio de unas desnudas piedras de arte mudéjar, mirábamos altivos en la llanura inmensa unos solitarios chopos rompiendo la monotonía del paisaje castellano. En ese instante solamente faltaba el juglar y su canto:
“Camino del pueblo no viene nadie, sino polvo y arena que lleva el aire”.
No será quizás hoy así, pero durante siglos no hubo otra alternativa que la soledad y el silencio sepulcral.
Esta mañana la milana se levantó del surco, el chopo y el olmo tiritaron, y unas nubes achatadas comenzaban a venir sobre aquella Tierra de Campos que son campos de tierra.
Era una pincelada de la Castilla barbacana, desnuda y serena igual al yermo que en ella imprime carácter. Pueblos bajos a ras de los surcos abiertos; apriscos, eras, templos monumentales y castillos, nos dejan la sensación de un color ocre paja, hondo y calmoso. En aquellos surcos no hay prisa, ni falta que hace a nadie. El tiempo es un aliento de luz y sombra turnándose en jornadas que van de una cosecha a otra. En medio una migas y un tazón de vino blanco. Quizás una querencia calentando la piel urgida de anhelos en absoluto arrinconados.
Peñafiel, navío pétreo surcando al piélago de los trigales, observa y calla. Algo más allá, a paso de zacandas, Tordesillas, cuyo convento de las Clarisas ha sido escenario sublime de media historia de España. Y Medina de Rioseco, la de los Almirantes, cuyos nidos tejieron con fibra de caña imperios en tierras americanas.
Nunca un pueblo, en donde las aguas de mar salobre se hallan a cientos de kilómetros, pudo dar tantos buenos marinos, cuyos ojos, además de escamas y salitre, asumían pinares, viñedos, torreones y santuarios.
Antes de entrar en Medina, descanso necesario del peregrino durante unos instantes en un mesón. Sobre la ancha mesa, vino de Castromuño y pan blanco de trigo.
Entre sopor y siesta visita placentera a la villa. El paseante mira cantos labrados que levantaron moradas, molinos, castilletes e iglesias como la de Santa María, guardiana mayor de las obras de Juan de Juni, escultor de las imágenes religiosas en los pasos de Semana Santa que con Alonso Berruguete dieron ardor a las tallas admirables de la añeja fe perenne.
Y a la caída de la tarde, que en diciembre es temprana y avisadora, un ir y venir sobre los puentes. En ellos las muchachas de rostro terso, claro, esperan, sueñan y besuquean en el aire al barquero de la pasión ardiente, guardián de un río cuya agua, cuando llega, es un milagro encauzado en un canal con barcas, que a su vaivén trae sonidos de los almirantes que salieron de sus esquinas a combatir contra rompientes embravecidos del mar océano.
De Medina de Rioseco a estas alturas de la existencia almaceno fugaces evocaciones que se han ido distanciando; la villa – un sortilegio si sucediera – ya no sabrá ni nuestro nombre, al ser indiscutible que uno y aquel “Diario Regional” de Valladolid de la pubescencia lejana nos hemos convertido, al ser destino natural, en barrenillo de olvido.