La Ministra de Trabajo, Fátima Báñez, ha lanzado la idea de consensuar un Pacto de Estado para que la jornada laboral acabe a las dieciocho horas a fin de favorecer la conciliación de la vida familiar. La idea, así enunciada, es atractiva, pero a poco que se reflexione sobre ella se llega al convencimiento de que es una de las mayores tomaduras de pelo de los últimos años, y solo se puede justificar como un intento de desviar la atención sobre el verdadero problema del mercado laboral, que no es otro que la creación de empleo.
No es tarea del Gobierno organizar los horarios de las empresas; a lo sumo, fijar la duración máxima de la jornada semanal. La organización del trabajo es materia que debe quedar reservada a la negociación colectiva. El Gobierno puede sugerir y recomendar que se finalice la jornada a las seis de la tarde, e incluso incentivar a las empresas que así lo hagan, pero nunca imponer.
Es más, resulta difícil al día de hoy encontrar un solo ejemplo de industria o negocio en el que se pueda implantar tal medida. Los que pudieron hacerlo, ya lo hicieron por interés de la propia empresa y de los trabajadores –véase la construcción-, y los que no lo han hecho no lo harán por inviable.
Si extravagante resulta este anuncio, la proclama de la Presidenta del Congreso Ana Pastor de reducir los trabajos parlamentarios para que finalicen a las seis de la tarde, para ilustrar y dar ejemplo sobre la racionalización de la medida, denota un desconocimiento absoluto de las peculiaridades de la actividad parlamentaria y evidencia que la señora Pastor aún no le tomó la medida al cargo. No estaría mal, periodistas y funcionarios se lo agradecerían, pero lo real es que su intento resultará baldío y acreditará, aún más, la burla que encierra el anuncio de la Ministra.
En las Cortes de Cádiz, la mayoría de los diputados eran llamados «culiparlantes» porque su única función era levantarse y sentarse para votar. Es famosa la anécdota que relata la historia de aquel senador vitalicio que en los años que estuvo en la Cámara solo pronunció una frase, y ello con ocasión de una corriente de aire que se produjo en el salón de sesiones: «¡Esa puerta!».
Lamentablemente, aunque no hay ningún Castelar entre nuestros actuales diputados nacionales que justifique aquella frase del Presidente del Congreso -«No tengo facultad para darle a su señoría más tiempo, pero si la tuviera, por mi gusto, lo escucharía eternamente»-, es lo cierto que, tanto en pleno como en comisiones, todos los diputados que pueden intervenir lo hacen y agotan con creces el tiempo que tienen asignado, con lo cual las sesiones se eternizan artificial e inútilmente porque se dice en media hora lo que se puede resumir en cinco minutos.
Será difícil cambiar estos hábitos y, por tanto, será difícil comprimir la actividad parlamentaria de modo tal que finalice a las seis de la tarde, aunque son varias las medidas que se pueden aplicar: reducción drástica de los tiempos de intervención; control estricto de dichos tiempos por las respectivas presidencias; limitación del número de asuntos que cada grupo puede incluir en el orden del día; en las iniciativas de Grupo, enfatizar el protagonismo del proponente reduciendo a la mitad el turno del resto de los grupos; obligar a los comparecientes y diputados a pronunciar sus intervenciones de viva voz, sin papeles; adelantar la hora de inicio de las sesiones de la tarde; facultar a los letrados para dar por concluida su actividad a las seis de la tarde de modo similar a como hacen los traductores en el Parlamento Europeo –sin letrados no hay sesión-.
Ahora bien, si fuera posible la aplicación de esta medida, habría que salvaguardar el régimen retributivo de los afectados, que, precisamente por su disponibilidad actual, perciben retribuciones superiores al resto de los funcionarios.
Pero, tranquilos, como decía Abraham Lincoln: «Se puede engañar a algunos todo el tiempo y a todos algún tiempo, pero no se puede engañar a todos todo el tiempo».