El atentado de Berlín, cuya autoría ha asumido el ISIS (Estado Islámico), copia al carbón del sucedido en Niza el 16 el pasado julio con un saldo de 84 muertos, pudo haberse evitado si se hubiesen colocado mojones de hormigón a la entrada y salida de la avenida en la que se levantaba la feria navideña. Baste recordar que el gobierno francés, a partir de aquella hecatombe demencial, decretó que en todos los eventos públicos desarrollados en las avenidas de la nación, éstas deberían ser obstruidas con férrea protección a manera de impedir la repetición de lo sucedido en la Costa Azul.
Sabido esto, es repetitivo recordar que uno de los espinosos problemas en la Unión Europea es la falta de coordinación entre las fuerzas de seguridad, ya que cada una de ellas es recelosa a la hora de informar a sus socios de las pesquisas logradas en la lucha contra el terrorismo.
La UE no necesita planes nuevos, bastaría con ejecutar los acuerdos adoptados y cortar de cuajo esa actitud nacionalista que lleva a las agencias policiales a negarse la cooperan como debieran, debido a un exceso dirigido a superarse una a otras.
El continente de las civilizaciones greco-latinas conserva aspectos memorables de su pasado luminoso. No todo es polvo ni piedra calcárea, hay luz, ideas imperecederas, pensamientos filosóficos trascendentales y una raza de hombres y mujeres con valores basados en la libertad y el humanismo que la brutalidad del ISIS no podrá destruir.
La tragedia navideña de Berlín se hallaba en la terna demencial tras las barbaries ocurridas en París, Bruselas y Niza. La delegación que conjuga el alerta de atentados en el continente, Europol, venia advirtiendo que el Estado Islámico dispone de capacidad destructiva y células enardecidas pertrechadas contra Occidente.
Berlín, esa urbe magnifica de la que el cronista guarda recuerdos juveniles imperecederos, posee hoy el aliento congelado del invierno. En manos del ISIS somos corderos al matadero en una lucha no convencional. El enemigo está dentro, puede habitar en nuestro mismo edificio, haber nacido en la ciudad o convivir años en ella, hablar el mismo idioma y participar en los eventos sociales, culturales o deportivos.
Tras la caída del Muro en 1989, Berlín se volvió esencia de substancial corriendo las inmensas avenidas, parques, reconstruidos palacios, esa Plaza de Potsdamer donde el cristal se hace cemento y sus edificios trasparentes; la torre de la televisión rozando el cielo con su altura y ese emblemático edificio llamado Europa-Center desde cuya azotea, como un faro, se alza el símbolo de la Mercedes-Benz, el monstruo de la industria alemana.
Habría que regresar ahora, como si de un tabernáculo sacro se tratara, a mirar con aflicción y asombro la Puerta de Brandeburgo. Sería un relámpago de recogimiento. Pocas décadas atrás esto era desolación y se contemplaba como algo rasgado al tras luz de la niebla. A su lado, el edificio de la sede del Parlamento, el Reich Alemán, destruido en los bombardeos rusos, y su ejército, una vez dentro de la ciudad en 1945, izar sobre él la bandera roja en demostración de la victoria obtenida.
Uno viene a la emblemática metrópoli quizás con el deseo de ver una llanura inmensa sin contornos finalizando en los Urales o, como bien expresó Konrad Adenauer: “una ciudad donde se siente el viento de la estepa”.
Otros acuden a ella durante estas fiestas repletas de mercados navideños artesanales, con el propósito de toparse en la barra de la cafetería del hotel Kempinski, con el espía sin rostro que John Carré hizo surgir mucho antes de “La casa Rusia”. Algunos, enamorados de la cinemateca alemana, escarbarán desesperados en busca de los besos rotos de Marlene Dietrich en “El ángel Azul”, o con la voz ahogada entonando como mejor pueden “Lili Marlen”.
Diversos entusiastas van a la “Ópera de los tres peniques” de Bertolt Brecht en la plaza de Rosa Luxemburgo, mientras otros entonan la noche con jarras de cerveza cuyo lúpulo amarillento o negro, si esta proviene de Turingia o Sajonia, siguen manteniendo el incomparable sabor a cebada.
Es inequívoco que durante estas fechas decembrinas ante la histórica Puerta de Brandeburgo, sobre el suelo de la antigua parte Occidental, turistas norteamericanos garabatearan las palabras pronunciadas por John Fitzgerald Kennedy, en un junio de 1963, frente al ayuntamiento de Schöndeberg y en presencia de 400.000 personas: “Ich bin ein berliner” (Yo también soy berlinés).
Hay metrópolis con ramalazos vivenciales hacia la esperanza de vivir: una de ellas, sin duda, es Berlín.
El crimen sanguinario idéntico a los sucedidos en París, Bruselas y Niza, aún siendo un garrotazo hiriente imposible de ubicar en las entrepuertas del olvido, no debería dejarnos amedrentar, al saber con firme convicción que la civilización moderna actual no puede ser pasto de la barbarie.