Humanos con miedos

 

Perennemente coexiste en nosotros un arcano del que no hay respuesta: vida y muerte. Ceñidos a esa veracidad, la existencia nos angustia con el patetismo de la inmortalidad al no  hallarse misterio mayor. Estamos aquí como si fuéramos perdurables.

No hay historias pequeñas en la ardua cognición humana. Cada uno de los acontecimientos sucedidos,  aún pareciendo insignificantes, integran un todo. Cada una de las vidas individualmente refleja la racha de una esencia, el efluvio de una pasión, la pesadumbre de una ausencia o la incertidumbre de un ardor afectivo. Bien es sabido con creces que somos briznas, hálitos desajustados, entelequias caminando tambaleantes,

Saber es mucho más que creer, no obstante, el  anodino escribidor que soy ¿sabe certeramente algo?

En los primeros albores de la vida, cuando la raza humana transitaba  desorientada sobre la tierra inexplorada, su instinto mayor era comer, no pasar frío, huir de salvajes animales, procrear al calor de una cueva,  y en las noches mirar un inmenso cielo que aún era claro, luminoso, todo misterio y asombro.

A partir de entonces han trascurrido milenios. Ahora, a mediados de la segunda década del presente siglo XXI, igualmente atiborrado de incertidumbres, aprensiones, y tras años de haber doblegado los átomos y subirlos a la carreta de la muerte convertida en la portadora de la energía nuclear, se nos anuncia con timbales agnósticos que la base del ‘alma’ humana o nuestra conciencia del yo, es el producto de una reacción bioquímica dentro del cerebro.

El estudio de antropología cultural ha revelado “que la mayoría de los creyentes, sea cual sea su culto, tienen interiorizado un modelo extremadamente antropocéntrico de Dios”. No solamente posee una figura humana, “sino que utiliza los mismos procesos de percepción, razonamiento y motivación que las personas”.

En el pensamiento Pentecostés del medioevo, el alma era, en claro concepto de la verdad, la tradición venida de la misma filosofía grecorromana. Ahora hay dudas, y se habla de que en nuestra mente, ese concepto de ‘alma’, es una simple internación de células nerviosas, proyectadas en la parte posterior del córtex cerebral. 

Y la interminable pregunta: ¿Para qué sirve el Jehová de los mosaicos? Como resistencia hacia lo que es inhumano e indigno del hombre. El teólogo y jesuita, Joseph Moingt,  enuncia: “¿No será que aún no se han escrito las más admirables páginas de la historia de Dios?”.

Si fuera incuestionable la presunción de que el “espíritu” es una estricta reacción química, y aceptáramos que la promesa de una vida eterna ha sido una artimaña de las religiones, su encaje efervescente nos llevará a un yermo pavoroso: la raza humana no estaría sola, sino desamparada, desasistida de un soporte que la envolviera de una redondez consoladora. Y es que a partir de ahí el ‘homo erectus’, convertido en el ‘homo sapiens’, comenzaría a enfrentarse al instante perentorio de su inflexión moral, esas membranas que soportan miedos, frustraciones, y no habría   ilusión en el linde del horizonte de la vida. ¿Escalofriante? Mucho más: el vacío.

Moshéh ben Maimón, mejor  conocido como Maimónides, judío nacido en la Córdoba andaluza musulmana, exponía: “Sólo nos es dado discutir lo que Dios no es”.

En cierto texto nos acordamos de haber leído estas palabras: “El mundo material ha tenido un Curvier, la atmósfera de Newton. Todos conocen, pues, la atracción del mundo material, pero ¿dónde están los Curvier y los Newton del alma?”.

El escritor lusitano José Saramago negaba abiertamente  la existencia de un Creador y lo hacia sin  altibajos. "No creo en Dios ni en la vida futura ni en el infierno, ni en el cielo, ni en nada". Y añadía con penetrante reflexión:

“Debo de decir que a mí me encantaría que existiera porque tendría todo más o menos explicado y, sobre todo, tendría a quién pedir cuentas por las mañanas. Pedirlas y también darlas. Pero no tengo a quién pedirlas”, añadía.

Sin Dios o con él, el autor de “El evangelio según Jesucristo”, nos dejó una certeza: ese hombre o mujer que no piensa igual a mí soy yo mismo. Esto se llama tolerancia: aceptar las actitudes de los demás y no como uno pretendiera que fueran.

Uno, espiga encorvada el viento, con profusas preguntas sin respuestas,  ejerce  respeto al nombre de   Dios a la manera de madre. Ella cada noche le rezaba, y uno sigue el mismo sendero cristiano. Quizás no sea fe tal como la conocemos y sí afecto materno. A estas alturas de la vida da lo mismo. Entre su ternura y nuestra persona hay un cordón umbilical que nos adhiere más allá de la sepultura.

Somos almas  con infinidad de titubeos, y ante esos oteros de la  realidad, apoyados en la misma fe del eremita, nos aferramos a la idea de que el espíritu sea el reflejo del universo en expansión, con sus ondas gravitacionales, que tal vez no tuvo principio y que quizás no posea final.

 



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