¿Hay algo que celebrar?

El pasado martes, 6 de diciembre, se celebró el treinta y ocho aniversario de la Constitución de 1978. Poco hay que celebrar y poco debería homenajearse a los que han pasado a la historia como «padres de la Constitución». En nuestra Constitución quedó claro el color de la bandera y pocas cosas más. De nada sirvió que la corrección literaria de la redacción final se encomendara a Camilo José Cela. El texto está plagado de palabras y frases dadas a la interpretación. El propio García Pelayo reconocía que «la indeterminación de las expresiones utilizadas en la Constitución de una ambigüedad calculada y arriesgada, desplaza con más fuerza que nunca los efectos reales de las palabras al juego de los partidos y a las relaciones y actitudes entre los actores políticos».

Cierto, como afirma Alejandro Nieto, que «nada hay tan engañoso como los textos de una norma constitucional cuando se manejan separados de su contexto» y cierto también que nuestra Constitución no puede juzgarse sin tener en cuenta las circunstancias históricas en que se fraguó, pero es innegable que nuestros «padres» nos han dejado un legado envenenado que nos ha permitido vivir en democracia, sin duda, pero cargado con espoletas de efectos retardados.

La prueba evidente de ello es que nuestra Constitución nunca pasó la prueba del algodón que la doctrina refiere a la invisibilidad, es decir, cuando una Constitución existe pero no se nota.

La preocupación obsesiva por el consenso, que en su acepción literal no se logró, llevó a nuestros «padres» a hacer concesiones cuyo precio estamos pagando y seguirán pagando generaciones sucesivas salvo que llegue al Gobierno alguien con la sensatez suficiente para darse cuenta de que el principal problema que amenaza España, muy por encima de todos los demás, es el independentismo y que hay que ponerse manos a la obra para solucionarlo.

El término «nacionalidades», que se utiliza y retuerce por los independentistas, fue una de esas concesiones que hicieron las fuerzas de origen franquista a las fuerzas de la izquierda y a los nacionalismos. El término fue incluido en la creencia de que solo tenía un sentido histórico y cultural, siendo la nación –España- indivisible y la única que ostenta la soberanía.

El Título VIII, auténtico agujero negro, obra inacabada para algunos e inacabable para otros, plantea el problema de hasta dónde es jurídicamente posible y política y socialmente admisible mantener el edificio competencial inconcluso.

El juego de la Disposición Adicional Primera que reconoce los derechos históricos ha sido tremendamente negativo. No resolvió la integración del País Vasco en el sistema constitucional y viene sirviendo como alimento de contagio para los independentistas catalanes para quienes la historia es muy rentable y si se manipula, más.

El Tribunal Constitucional tampoco ayudó a resolver los problemas. Muchas de sus sentencias están plagadas de peligrosas reflexiones y razonamientos, más propios del ámbito académico, que dan alas a los independentistas. Es el causante de que muchos Estatutos de Autonomía hayan ganado y sobrepasado la Constitución.

Los independentistas catalanes y vascos nunca dejarán de avivar el fuego que los mantiene. Los propios actores del proceso democrático, en activo hasta fechas recientes, lo reconocieron: «Los nacionalistas dijeron en 1978 que tenían suficiente. Fuimos unos ingenuos» (Alfonso Guerra). Otros son presos de sus palabras de entonces: «La Constitución Española pone punto final a viejas querellas internas» (Miguel Roca).

Siendo este el diagnóstico, el enfermo solo sanará cuando tengamos un Gobierno decidido que convoque un referéndum a nivel nacional que someta la decisión sobre los procesos independentistas al pueblo español único sujeto constitucionalmente legitimado para pronunciarse sobre el tema.

Frente a los que cuestionan la Constitución, más Constitución; frente a los excesos de la democracia, más democracia.

 

 



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