La muerte de Rita Barberá, además de remover conciencias y evidenciar las bajezas de algunos seres ¿humanos?, ha traído de nuevo a colación un tema que no es baladí: el referido al momento procesal penal en el que los cargos públicos debieran presentar su dimisión. Las opciones que se barajan son dos: al pasar a la situación de investigados (antiguos imputados) o al abrirse juicio oral. Si fuéramos respetuosos con nuestra Constitución, la dimisión solo podría exigirse cuando recayera sentencia definitiva y firme que determinara la culpabilidad del sujeto, porque lo contrario es atentar contra el principio de presunción de inocencia consagrado por nuestra norma fundamental. Pero, la política es la política y parece lógico que las exigencias éticas se extremen. En realidad, un investigado es una persona que pasaba por allí y que es llamada a declarar por si acaso, por si además de pasar por allí, tiene alguna vinculación mayor con el asunto que se investiga. La apertura del juicio oral, que es el paso subsiguiente, apunta a la existencia de indicios que es preciso verificar en un proceso. Es un paso más. Por tanto, si hay que elegir un momento procesal entre los dos descritos para exigir la dimisión del político, la lógica nos inclina a la apertura del juicio oral, porque la investigación es algo tenue, una mera sospecha sin gran fundamento. Sin embargo, no van por ahí los tiros. En el pacto de investidura suscrito entre el PP y Ciudadanos, la línea roja se sitúa en la investigación. No es tampoco descabellado. La política debe ser un espejo en el que se refleje la ética en su máxima expresión.
Ahora bien, centrar nuestra atención en el sujeto pasivo de la investigación (el político) y obviar toda referencia al sujeto activo de la misma (el juez), acarrea un desequilibrio que poco tiene que ver con la idea de justicia que hace unas fechas patrocinaba el juez Marlaska: «Dar a cada uno lo suyo, lo que le corresponde como ser humano, pero manteniendo ante todo su dignidad». Es un hecho irrefutable que hay jueces que coleccionan investigados como si fueran cromos. ¡Qué más les da!. No incurren en responsabilidad alguna por ello. También es un hecho irrefutable que los sistemas de acceso a la carrera judicial fuera de la oposición pura y dura, no garantizan elegir a los mejores, ni personal, ni profesionalmente. Cierto que la oposición tampoco lo garantiza, pero sí permite acreditar dos cosas. En primer lugar, la vocación. Un joven licenciado en Derecho que dedica 2, 4 o 6 años de su mejor juventud día sí, día también, a preparar un temario tan complejo y extenso, es obvio que tiene como ideal en la vida ser juez. En segundo lugar, un conocimiento integral del ordenamiento jurídico. La preparación exhaustiva de 320 temas, da fe de ello.
Los atajos, cuarto turno y designación autonómica, son muy cuestionables y claramente desincentivadores. En especial la designación autonómica a través de la cual, un parlamento, con el voto de sus miembros, convierte a un licenciado en derecho en magistrado., magistrado que será el encargado de juzgar a quienes lo nombraron. No hay en el mundo animal metamorfosis equivalente. Imagínese el lector que acude a un centro hospitalario a que le practiquen una intervención quirúrgica y al interesarse por el cirujano que lo va a operar le dicen que no es cirujano, que es un licenciado en medicina elegido como cirujano por el consejo de administración del hospital. A buen seguro abandonaría el centro y no se detendría hasta encontrarse en lugar seguro. Del magistrado de designación autonómica no se puede huir.
Otro problema muy serio que pesa sobre los jueces es el de las puertas giratorias. Se habla de las de los políticos, pero las peligrosas son las de los jueces. Ese trasvase de la judicatura a la política está favorecido por la modificación de la Ley Orgánica del Poder Judicial de 2011, a partir de la cual los jueces que pasen a ocupar cargos políticos son declarados en servicios especiales –hasta entonces pasaban a excedencia voluntaria- con los privilegios inherentes a tal situación. Esta reforma se hizo, además, de forma sorpresiva y con efectos retroactivos para favorecer a personas con nombres y apellidos. ¿Pueden ser la independencia y la imparcialidad trajes de quita y pon?
Por tanto, sí a la dimisión de los investigados, pero siempre que simultáneamente se corrijan las extravagancias y anomalías que pesan sobre los jueces.
Únicamente cuando el juez no solo es imparcial, sino que lo aparenta, únicamente cuando el juez es un verdadero profesional, brilla la justicia de la que el poeta dijo «ni el lucero de la tarde ni la estrella de la mañana son tan maravillosos».