Maxi Linder fue el remoquete de papel couché adoptado por Willhemina Angélica Adriana Merian Rijburg, mejor conocida como la Reina de Paramaribo, en la exótica y exuberante tierra suramericana de Surinam apretada como un corset - en francés hablando de mujeres se aclara mejor: “pratique dangereuse pour maigrir” (práctica peligrosa para la pérdida de peso) - entre la Guyana independiente y la francesa inclinada sobre Océano Atlántico de América del Sur.
“Reina”, en su caso ceñido a nuestro relato, sin ser el cronista un filólogo, significa puta, prostituta, mujer lasciva, esa que por afición y deleite se entrega a los goces sexuales con uno o más hombres.
Una trova habanera repleta de conjunciones gramaticales lo exclama en susurro:
“Mujer de la alta noche mariposa del frío, que conoces a los hombres a la hora del pan, que importa que te besen los hombres o el rocío, si el rocío o los hombres son cosas que se van”.
Los misóginos o manfloros que convierten la confusión en lupanar, aún sin tener ellos mazorca entre las piernas, ignoran todo de la prostituta más famosa e influyente de la ex colonia holandesa.
Tampoco nosotros hasta el pasado el viernes viniendo de Roma a Valencia, sabíamos de la existencia de la Reina de Paramaribo, y fue gracias a la sempiterna espera en el aeropuerto, cuando pudimos conocer la historia ya legendaria de esa mulata, la cual en palabras de su biógrafa, Clark Accord, era de una insolencia nunca vista “y de una voluptuosidad sin parangón a la hora de desarmar a los hombres atravesados en su camino”.
Y uno sabe cuanto de eso puede suceder en un puerto de mar a la hora del calor aplastante, el sudor lujurioso y el ron que todo lo reviste y lo desviste de insinuantes aventuras amorosas.
Cuenta que Maxi no era una mujer cualquiera. Aparte de ser una real hembra impregnada de connotación erótica, sobresalía en las calles de aquel Paramaribo a finales del pasado siglo de las demás muchachas color café, debido a su estatura, voz potente “y los llamativos colores de sus vestidos”, esas hojas de parra que en el trópico son un manojo de irisaciones de luz cegadora.
Hasta el final de su vida – murió en 1981 - asumió una actitud desprendida y magnánima hacia los más necesitados, algo casi innato en la mayoría de las meretrices. En dos pinceladas, Clark Accord - una paletada fina de Degas o esa pose de las muchachas con flores de mango de Gauguin - nos cuenta como en un país donde hacer el amor es una actitud del alma, ella repartió su riqueza entre los más pobres, mientras compartía su cama con amantes inexpertos, maridos insatisfechos, personajes de enorme poder y marinos beodos.
Al final sucedió lo contado por Juan Filloy en uno de sus poemas llamados policromos tan bellamente enredados como la vida misma, y Maxi quedó varada en la soledad, en la intemperie de un mar de sombras en el rutilante recuerdo de una prostituta obesa.
Y esa es la jácara de esta pequeña historia saboreada, en una sala de aeropuerto de Fiumicino, bajo las insinuaciones de una mujer al alba del pródigo y sorprendente mar-océano de Surinam.