El inesperado triunfo de Trump es el triunfo de la democracia y de la demagogia. Como siempre. El pueblo americano ha votado y lo ha hecho masivamente a favor de Trump. La mayor parte de los medios de comunicación se han escandalizado con el resultado, lo que es tanto como negar la esencia de la democracia «un hombre un voto». O esta regla ¿solo es válida según nuestros intereses?
Hace ya meses aposté por el triunfo de Trump – de ello puede dar fe mi círculo más cercano- por más que no comulgue con algunas de sus ideas. Y apostaba por Trump del mismo modo que aposté en su día por los buenos resultados electorales de Podemos. Entre Trump y Podemos, por pintoresco que resulte, hay más coincidencias que antagonismos, lo que hace bueno el dicho de que los extremos se tocan. Ambos practican un discurso victimista y proponen soluciones fantásticas. Los grandes comentaristas políticos americanos afirmaban que la irrupción de Trump en el panorama político y su éxito arrollador era el resultado de una revuelta popular contra la élite, de una frustación masiva contra los que mandaban, contra la gran banca, contra las multinacionales, contra la tiranía en la corrección política. Similitud total.
No parece que sus salidas de tono ni su lenguaje machista, racista, narcisista, vulgar y zafio le hayan salido mal. Llamó a las mujeres «cerdas, perras, guarras, gordas y animales desagradables» y dijo de Hillary «si no puede satisfacer a su marido, ¿cómo puede satisfacer a América?» y el voto femenino fue decisivo en su triunfo; dijo de México que les enviaba «a la gente con problemas, que trae drogas, crimen y que son violadores» y los hispanos lo votaron masivamente; dijo de sí mismo «mi belleza es mi dinero» y todos le rieron la gracia.
Si con todo este bagaje Trump fue capaz de arrasar, imaginémosnos lo que piensan los americanos de Hillary Clinton. De nada le sirvió rodearse de personalidades y artistas en sus mítines, todo lo contrario, coadyuvó a cavar su tumba electoral, porque el pueblo lo identificó con «más de lo mismo». Trump dosificó y seleccionó mejor sus apoyos, la personalidad de Clint Eastwood neutralizó la de todos los oportunistas.
Trump fue siempre protagonista, de su propia campaña y de la de Hillary que en sus mítines se limitó a criticar las salidas de tono de su adversario.
Trump es un Presidente electo que, sin duda, será objeto de estudio. Fue un triunfador en su vida privada y amasó una gran fortuna con la compraventa inmobiliaria –si apeláramos a la ironía encontraríamos otra similitud con algún integrante de Podemos- y nunca ocupó ningún puesto político, con lo que se estrena directamente como Presidente de la nación más poderosa del mundo, haciendo bueno el dicho de que en América cualquiera puede ser Presidente, siempre que sea multimillonario.
Que nadie busque argumentos espúreos para afear su victoria, salvo que apelemos a aquella desafortunada frase que utilizan los perdedores «un millón de moscas nunca se equivoca, coma mierda».
Trump cosechó una gran victoria. Ganó contra sí mismo, contra su propio partido, contra los demócratas, contra los medios de comunicación y contra las encuestas. Lo sabíamos todo de Trump pero no sabíamos nada de los EEUU.
Ojalá en España imitáramos a los líderes americanos: »primero americanos, después demócratas o republicanos». ¿Alguna vez oiremos algo similar?. Seguro que no. Esa es la diferencia entre un gran país y un desguace.
Juzguemos al justo ganador por sus acciones. El puesto imprime carácter y obliga a ser políticamente correcto. Entre tanto recordemos a Winston Churchill: «La democracia es la necesidad de inclinarse de cuando en cuando ante la opinión de los demás».