Son muchas las teorías en torno al origen del término «rufián». Según la opinión generalizada, el vocablo «rufián» procede de «ruffiano», palabra derivada del latín «rufus» que hace referencia a la persona que tiene el cabello rubio o pelirrojo.
Lo que hoy se entiende por «rufián» estaría vinculado a la costumbre de las prostitutas romanas de teñirse el pelo de rubio o pelirrojo para distinguirse y atraer a los clientes, y «el rufián» era quien se encargaba de protegerlas. En este sentido, un «rufián» sería un proxeneta. Por extensión suele utilizarse el término para referirse a un hombre dedicado al delito o carente de ética. Con el vocablo «rufián» se designa al sujeto que se dedica a estafar, engañar o robar, a alguien ruin, infame, que carece de honor. Por ello, acusar a una persona de «rufián» es una ofensa.
Para la RAE, «rufián» es una persona sin honor, perversa, despreciable, hombre dedicado al tráfico de la prostitución.
Son sinónimos alcahuete, chantajista, desvergonzado, malvado, sobornable y venal; son antónimos honesto, íntegro, virtuoso, correcto, pudoroso, probo y digno.
Ahora bien, no podemos olvidar que Rufián es también un apellido. Da fe de ello el del diputado de Esquerra Republicana de Catalunya Gabriel Rufián Romero. Desconozco las razones históricas por las que la familia de Rufián asumió un apellido polisémico de connotaciones tan proclives al chiste fácil y de mal gusto. A mí no me gustaría apellidarme Rufián. Me imagino que no debe de resultar agradable ir por la calle y que desde la otra acera un amigo reclame tu atención llamándote ¡Rufián!
Acaso para mitigar los indeseados efectos de tan problemático apellido, sus padres le pusieron de nombre Gabriel. Gabriel significa «Dios es mi fortaleza». Quizá influenciado por tan místico nombre, Rufián toma como referencia la imagen del Arcángel tocando la trompeta el día del juicio final para despertar las almas dormidas y, en ese tono chulesco que caracteriza sus intervenciones parlamentarias, lanza invectivas a diestro y siniestro consiguiendo lo que nadie había conseguido hasta ahora: lograr la unanimidad de los partidos constitucionalistas en la crítica hacia su modo de hacer política. Rufián no tiene la culpa de apellidarse Rufián, ni nadie lo podrá acusar de ser un «rufián», pero sí la tiene de ser acreedor de los adjetivos calificativos que la clase política seria y los comentaristas responsables le han dirigido como consecuencia de sus últimas intervenciones parlamentarias: patético, penoso, impresentable, maleducado, soberbio, chulo, analfabeto, payaso, matón, agresivo, vulgar, perdonavidas y otras lindezas semejantes.
Y pensar que a Pedro Sánchez le rondaba la idea de configurar un Gobierno con el apoyo de semejante personaje. Menos mal que según las últimas noticias lleva días atrapado en una rotonda de Vallecas porque la señal le dice que gire a la derecha y él repite sin cesar que «no es no».
En nuestra rica lengua asturiana hay dos términos muy apropiados para designar a Rufián: babayu y faltosu. Babayu, por engreídu, fanfarrón, neciu, de cortu ingeniu, grosero y porque diz babayaes; faltosu, por descaráu, mal habláu, porque falta al respetu y ye escasu.
Para acabar, una plegaria al Arcángel San Gabriel para que Rufián haga honor a su nombre de pila: Arcángel pleno de virtud y amor, con tu habitual bondad, con tu inmensa generosidad, llega hasta él y dispénsale tus favores, conviértelo en un Diputado serio, respetuoso y educado con los demás, convéncelo de que deje de causar estragos en la buena educación. Haz llegar mi difícil petición ante el Altísimo.
Amén.