Posiblemente sea una metáfora remachada docenas de veces que de tanto usarla se volvió realidad pavorosa, estremecedora vivencia o carne macerada, y es que ese país llamado Haití no es solamente la hermana desheredada de una isla fraccionada con República Dominicana recubierta de salitre, tierra deseca y conchas marinas recalentadas bajo el sol inclemente, sino un viejo cascarón de proa abandonado a un costado del Caribe insondable, y adosado, como pariente pobre, a un promontorio levantado sobre una heredad baldía.
De siempre, los que hemos vivido décadas cerca del mar de los Sargazos y el Caribe hemos sabido que Haití, al no disponer de nada, excepto de un sol calcinante y unas heredades tan resecas como vientre de mujer estéril, es el reflejo más palmario de cómo los países pequeños y pobres no tienen amigos dispuestos a extender una mano, sino solamente moscas, malaventura a mansalva, hambruna y enfermedades endémicas.
Igualmente ramalazo cruel a puñados ante unos ojos famélicos mirando a lontananza en busca de un atisbo de ilusión.
Esos montículos apretujados a la vieja isla de la Española, están dejados de la mano de Dios y de las naciones que le rodea. Son negros abetunados de brillante reflejo y no poseen ni un chinchorro donde caerse muertos. Doble desgracia.
El poeta cubano Nicolás Guillén, tan fuliginoso como ellos, contemplando un amanecer a los muchachos hambrientos de Puerto Príncipe con olor a café amargo, cantó, con ritmo de calipso, una balada matizada en salitre, pan moreno rancio, mantequilla con moho y un agua espesa de barro removido:
“¡Yambambó, yambambé! / repica el congo solongo, / repica el negro bien negro; / congo solongo del Songo / baila yambó sobre un pie”.
En Haití no se necesita ni una pizca de saliva para ser un abatido contra el suelo como si fuera una gallinácea o rama seca, bien por la furia desencadenada del viento, una patrulla militar o las bandas de forajidos que abundan como grajos en los inmensos estercoleros.
Sobre una tapia desarropa - cal estrujada entre las hendiduras de adobes resecos - se podía leer en un mal francés cruzando un empobrecido barrio en Puerto Príncipe: “Los haitianos han aprendido a tener almas de recambio”. Y es que ese pueblo conoce demasiado bien, a partir de los albores de su historia, la necesidad de adaptarse a todo cambio para sobrevivir encima de las propias tumbas colmadas de angustias imperecederas
El último huracán de hace pocas semanas, devastador, criminal, sin una migaja de piedad, ha sido otro garrotazo del feroz destino que hiere y marca a un pueblo abandonado de ellos mismo y de la Providencia si es que en verdad existe.
Y ante tanto desamparo es ineludible preguntarse si Dios ignora la existencia de Haití y como un mal menor, mientras sosegar su conciencia divina, le depositó el fantasmagórico Vudú con sus gallináceos inundados de alcohol y muñecos traspasados de agujas escarbando las fuerzas insondables que bien pudieran calmar el hambre de los vientres hinchados y desnutridos.