Donald Trump seguramente perderá las elecciones por méritos propios a pesar de tener como contrincante a una cuestionada y poco apreciada Hillary Clinton. Y si así sucede, gran parte del demérito habrá que imputarlo a la diarrea verbal del candidato republicano. Uno de sus comentarios más controvertidos es el relativo a su particular entendimiento del sistema democrático: «Aceptaré el resultado si gano». Triste interpretación de las elecciones en un país que presume de que cualquiera puede ser Presidente. Eso sí, si es multimillonario.
Pero más triste resulta aún que Trump tenga un buen número de imitadores en España. Porque eso de «aceptaré el resultado si gano» fue la tónica de las elecciones celebradas el pasado domingo en el seno del Comité Federal del PSOE. Hay un buen número de Trumpistas dentro de las filas socialistas. Si nos atenemos a la fonética -que quizá sea la que mejor defina la situación- se trata de trampistas o, lo que es lo mismo, tramposos. Personas que han participado en las deliberaciones de un órgano colegiado, que han tenido la oportunidad de intervenir y que han votado para conformar su voluntad colectiva, no pueden decir tras conocer el resultado que no lo aceptan. Eso es de tramposos.
Lo del PSC es muy grave. No reconocen validez al acuerdo adoptado por el Comité Federal, pero sí a sus propias votaciones. Los partidos catalanes tienen un problema serio. Su particular modo de entender el sistema democrático es bipolar. Si gano vale, si pierdo, cuestiono.
Es importante que en Cataluña exista un partido socialista, pero dirigido por personas serias. Menos baile y más sentido de Estado.
El caso de Pedro Sánchez es de mirar. ¿Quién puede confiar en un dirigente que huye de sus responsabilidades, que permanece ausente de aquellos foros que le brindan la oportunidad de defender sus opiniones? Si no acepta la disciplina de voto, castigo ejemplar.
Lo de Margarita Robles no le va a la zaga. Una jueza que no acepta el resultado de una votación democrática es un problema para el sistema. Se ampara en la inexistencia de mandato imperativo para votar lo que le venga en gana y pasa de la disciplina de voto, olvidando que formaba parte de la lista de un partido y que por eso es diputada al día de hoy. Mantengo mi opinión inveterada: un juez metido a político no es de fiar, ni como juez ni como político. Esas son las verdaderas puertas giratorias. La independencia y la neutralidad no son trajes de quita y pon. El sistema lo permite, pero mi concepto de la ética lo veta. Apela al voto de conciencia. Si la tuviera, entregaría el acta.
Los partidarios del no a Rajoy impetran el voto de los militantes en un intento de imponer la democracia directa sobre la democracia representativa. No creo en la democracia directa. Es perturbadora. Y no hablo por hablar. Asistí en numerosas ocasiones a Concejos Abiertos en entidades de menos de 100 habitantes y, por tanto, teóricamente disciplinables, y tanto el desarrollo como la resolución fueron caóticos. La democracia directa solo es operativa para decisiones muy generales que no afecten al corazón, a los sentimientos o al patrimonio. En otro caso se convierte en un amasijo de intereses personales y emocionales que aparcan el interés colectivo y el bien común.
Las decisiones complejas deben tomarlas los que disponen de la información y los conocimientos necesarios para ello. Lo del «gobierno del pueblo por el pueblo y para el pueblo» es una frase hecha que suena muy bien, factible de realizar hoy en día con los medios técnicos de que se dispone, pero devastadora para el bien común por los intereses particulares que encubre. Los ciudadanos deben poder opinar a través de los cauces previstos, pero las decisiones deben ser adoptadas por los representantes elegidos. Son las reglas del juego.
Decía Winston Churchill que el mejor argumento contra la democracia directa es una conversación de cinco minutos con el votante medio.