El Nobel de Literatura

 

 La concesión del Premio Nobel de Literatura a Bob Dylan es una bofetada trapera y el primer sorprendido ha sido el propio galardonado. El  trovador del rock, folk y  blues, admirado  y respetado en el mundo,  ya había obtenido el “Premio Príncipe de Asturias de las Artes”. El jurado  supo expresar que con ese galardón se recompensaba   a una vida   “fiel reflejo del espíritu de una época que busca respuestas en el viento”.

 Las castañas y las nueces son dos frutos, y aún así individualmente no son semejantes.

Hay un diálogo en “Tristano muere”, de Antonio Tabucchi, entre el guerrillero herido y el autor llamado a contar su historia de pasión y muerte:

“Vosotros filosofáis siempre, todos vosotros, los sabihondos, nos explicáis el mundo, todos quieren explicarnos el mundo… Una rosa es una rosa. Pues no, en absoluto. ¿A que no sabes que el rosal y el peral pertenecen  ambos a la familia de las rosáceas? Estúdiate la botánica, el peral da peras y el rosal da rosas, ¿te parece lo mismo?”.

Sin rebajar un ápice la sensibilidad de Dylan, encumbrarle  con el más importante galardón literario del planeta fuera de los auténticos cánones literarios, es un mal precedente. Una torpeza, un desatinado.

No deseando entrar en la discusión, y no siendo experto en nada, el sentido común nos dice a espuertas que las baladas del autor de “Lay, lady, lay”, vendiendo miles de copias disqueras,  no son cuartillas de un libro genuino.

 Un crítico ha dicho que “Dylan es, sin duda, el ejemplo vivo de una época irrepetible”, ya que ese iconoclasta, religioso a veces, descreído otras, entrará  a la leyenda perenne de las nuevas generaciones.

Lo que  le sucederá a  Bob Dylan a partir de ahora es sabido: Tras recibir el Nobel  de Literatura no creemos que engrose el catálogo de grandes autores  galardonados. Será una estrella musical  reluciente, no un creador  de páginas engrandecidas

 Hay premiados que nadie conoce. La lista es larga: la italiana Grazia Deledda; los daneses Henrik Pontoppidan y Karla. A. Gjellaruo o el nigeriano Wole Soyinka, por citar a unos pocos entre muchos sin  hacer con ellos leña del árbol caído, más cuando ha sido  mejor el fruto en la  cesta al momento de las remuneraciones.

Nuestra memoria, que poco tiene de fluida,  empuja su admiración hacia las cuartillas del egipcio  Naguib Mahfuz  trasportándonos al  “Callejón de los milagros” o “Hijos de nuestro barrio”. Asombrados aún nos sentimos ante el griego Odysseas Elytis, o el ruso Joseph Brodsky, sin dejar atrás al portugués José Samarago  ni al peruano Mario Vargas Llosa.

Haciendo un balance de los  enaltecidos al trono literario del Olimpo, bien es de reconocer que  la literatura actual  rebosa  calidad admirable. 

Es axiomático que nadie, después de escuchar o leer a Bob Dylan, será el mismo, y aún así el premio Nobel  ha doblado el Cabo de Hornos literario  sin mástiles, timón ni velas hinchadas.

Del flamante nuevo Nobel de Literatura recuerdo unos versos que han quedado en nuestra evocación a consecuencia de un golpe amoroso brusco cuando la edad de mi cuerpo era un verano tórrido y no sabía si la noche era cómplice y los besos furtivos formaban parte del deseo carnal:

 “Acuéstate, mujer, acuéstate, acuéstate en mi gran cama de bronce. /  Quédate, mujer, quédate, quédate mientras quede la noche por delante. / Deseo verte a la luz del día. / Quiero llegar a ti por la noche”.

 Hay una expresión en “Blowing in the wind” - Soplo en el viento -  que rezuma el sentido de la perpetua búsqueda del ser humano a sus incontables obsesiones, unas convertidas en avatares, otras permanentes duermevelas,  y todas, a su vez, ramalazos del tronco de la existencia individual. Dylan nos ofrece, a su manera, el soporte: “La respuesta, amigo mío, está envuelta en el céfiro”.

 El mito ya está elevando, y sus compañeros, glorias viejas  del rock, como Paul McCartney o  The Rolling Stones, estarán pasmados.

 La alegría no está en nosotros ya que, si de literatura verdadera se trata, a Dylan le queda todavía trecho, y si de premiar  una nueva expresión poética dentro de la tradición de la canción americana se trataba, estaba a mano  Leonard Cohen, fatigoso y reivindicando la muerte salvadora  a   sus 83 años.

En nuestra expectativa al Nobel se hallaban  Philip Roth, el japonés Haruki Murakami o el siempre candidato sirio Adonis. Y al lado,  la canadiense Anne Carson o el lusitano Antonio Lobo Antunes, el checo Milan Kundera - “La insoportable Levedad del Ser”,   reposando en la mesita de noche – y con ellos Claudio Magris y el israelí Amos Oz, cuya mitad de su vida  la pasó en un kibutz, y al preguntársele una vez de qué trata su obra literaria, lo dijo con una única palabra: “Familia”. Y recalcó: “Si fuera en dos, diría: familias infelices. Si fuera en más de dos palabras, tendría que leer mis obras”, añadió este hombre comprometido con el Proceso de Paz del Oriente Próximo.

Todos estos y algunos más eran mis favoritos. Entre ellos no surgía Bob Dylan. Tratándose de buena literatura, no podía estarlo.



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