En ese vaso de agua…

 

Colombia, ya es sabido,  votó contra el pacto de paz que buscaba zanjar de la mejor manera – si eso fuera posible -  52 años de conflagración con la guerrilla de las FARC.

Si vencía la opción “No”, como sorpresivamente sucedió, el equipo negociador del Gobierno no  volvería a sentarse a la Mesa de Conversaciones en La Habana,  ya que todo estaba firmado por ambas partes; no obstante,  y avalado jurídicamente, el Presidente de la República, Juan Manuel Santos,  conservará  sus competencias pautadas, aún desaprovechando  la oportunidad política  nacional que ayudaría a terminar de una vez por todas,  de  forma negociada, y con el aval general,  el amargo conflicto.

 La paz está ahí y debería ser mantenida aún sobre las cicatrices, sufrimientos y,  si necesario fuera, muy por encima de los ahogos de la mitad del país. No es fácil asimilar eso cuando en Colombia – en opinión del analista, escritor y periodista británico  John Carlin -  “convive lo mejor y lo peor  de la humanidad”, siendo  el escozor ajironado  de mil ramificaciones en las venas hinchadas  de América Latina.

Ya el ministro de Defensa colombiano, en la misma noche en que se supo la victoria de los oponentes al acuerdo, expresó  que a partir de ahora la mayor urgencia es salvar este gran esfuerzo por la paz. “Vamos  a repasar los asuntos que desde ese sector político consideren necesarios para avanzar con el acuerdo,  mejorarlo,  y hacer así una gran alianza nacional”, recalcó.

El mismo ex presidente Álvaro Uribe, cabeza visible del “no”, piensa de la misma forma. No está contra el acuerdo, sino enfrentado a las rendijas y escamoteos que contiene ese pliego de cuartillas rubricadas en Cuba.

 En medio se halla la pregunta generalizada: ¿Por qué perdió el “Sí”? Parece haber una desguarnecida respuesta: heridas sin cicatrizar del conflicto continúan tras más de medio siglo,  pavorosamente  abiertas.  Ellas siguen sangrando y no hay paliativo ante tan brutal ramalazo.

 A una pregunta  en Bogotá de la emisora  BBC de Londres,  un entrevistado - y ahí puede hallarse una de las causa de la victoria del “No” -  respondió: “Durante todo el proceso de paz se habló mucho de perdón, pero perdonar 50 años de agresiones y violencia no es fácil”.

 Aún así – y eso debe saberse -  el resultado negativo del plebiscito  no es una negación a la paz en Colombia y tampoco explica en toda su amplitud el fracaso – guste o no -  del presidente Juan Manuel Santos. El camino hacia la reconciliación está abierto,  siendo la misma  una  estela  que más pronto que tarde tendrá su merecido valor por encima de las tumbas.

Lo señala el titulo de esta columna: la paz empieza nunca. Y así  ha sido siempre, aunque nadie debiera aceptarlo a conciencia.

Esto nos trae al recuerdo el fallecimiento reciente de Isaac Rabin y la lejana distancia de Ariel Sharon. Aunque parezca extraño  - y quizás lo sea-  los dos políticos israelíes intentaron conseguir la paz entre hebreos y palestinos  por senderos diversos y bifurcados. Ignoro si esto servirá como aporte hacia la paz tan anhelada en Colombia y aún así  lo intentaremos interpretar.

El lejano día en que Sharon,  líder de derechas y “halcón” del partido Likud, subió al Monte del Templo y la Explanada de las Mezquitas en Jerusalén, lugar santo de todo buen musulmán, los seguidores del profeta Mahoma consideraron ese acto como una provocación de tal envergadura que aún hoy sigue produciendo emanaciones trágicas.

Sharon era granito puro. No aceptó entregar los Altos del Golán a Siria sin un acuerdo de seguridad, ni permitió dividir a Jerusalén debido  al imperativo del terror surgido en la Franja de Gaza entre los exaltados  de Hamas.

Aún así, en los foros internacionales sitúan perennemente  en la picota al gobierno de Tel Aviv. ¡Qué fácil es desde un mullido sillón o en una tarima de flores y serpentinas, hablar de paz!

El odio en esas tierras santas debería centrarse en la predisposición a  conseguir una convivencia sólida y perdurable.

Ariel Sharon, acusado toda su vida en ser un cernícalo sin paliativos, supo aguantar, como pedrusco al viento,  las tempestades, al saber que de ello dependía la existencia de Israel. El había dicho y nadie le oyó: “Yo que he vivido y participado en tantas guerras, y conocí el dolor desgarrado, soy un hombre de paz auténtica, no de palabras manipuladas hacia esa dirección”.

 Lo suyo era  negarse a mercadear con el chantaje, ya que eso lleva a un sendero de concesiones que al final no van a ninguna parte. Tenía una idea sólida de la realidad: “Las guerrillas piden primero un vaso de agua, después una jarra, más tarde un tonel, y por último los ríos de agua dulce del planeta sin conceder nada a cambio”.

¿Será éste el caso de las FARC?  Se puede pensar que no, y aún así las manos que marcaron el “No” a los acuerdos de La Habana quizás pensaron a recuento de sus tragedias personales, en ese vaso de agua.



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