En casa de la tía Pepa, la mujer de ojos más azules, piel más blanca, que mejor sabía mecer el abanico, del mundo conocido, nos sorprendió el vendaval de la guerra civil. Cuando estalla una guerra, como un tifón, un huracán, de pronto, todo es guerra, se respira, se mastica, se vive, se sufre. Todo cuanto ocurre, pasa en función de la guerra. El miedo, la ira.
La guerra, para mí, son los milicianos que iban en camiones a detener a las tropas de Franco, que venían de Galicia, arrollando. Silbar de balas y crepitar de armas automáticas por encima de nuestras cabezas, en el hondón del pueblo, enfrentadas las tropas desde uno y otro monte que cierran la mínima desembocadura de torrentera que somos, “hay en un tajo de la roca viva …”, decía Cienfuegos para describirla, un capitán que pasó como enloquecido por la calle vacía: “¡abran puertas y ventanas! ¡pongan colgaduras blancas!”, Olavarrieta abajo, entraban en la plaza muchos soldados vestidos de negro y azul. En las aceras del puente, alineadas, ominosas, ametralladoras dormidas. De las escaleras del Parque, un balazo había arrancado una esquirla y la gente se arremolinaba hechizada a mirar. Volaron –decían- el puente de Canero.
Antes, había habido elecciones, de que lo único que yo interpretaba era que mis padres tenían miedo a ir a votar, de modo que llegué a la conclusión de que lo que tenían era que botar de culo en un misterioso lugar lleno de peligros. No lo sabía yo, pero José Antonio Primo de Rivera había dicho ya lo de que el mejor destino de las urnas era romperlas. ¡Qué sabía yo lo que era una urna!
Nos formaban, los niños, con nuestros uniformes y los fusiles de madera, cascos de cartón y gastadores con puñetas blancas, para ir a misa delante de la formación de soldados. Hubo misas de campaña, en el Parque. Redoble de tambores, alaridos de trompetas. Traían, del frente, al hospital, camiones de soldados muertos y heridos, mezclados, y yo estaba en el jardín del Hospital, ahora de sangre y campaña, cogido, asustado, de la mano del abuelo. No se podía superar El Escamplero, ¿qué sería eso del Escamplero? Contaban y no acababan de atrocidades cometidas por los malos. Entonces llegaron los moros.
Mehalas de moros, revuelo de turbantes, mantos y holgados ropones blancos. Los moros corrían, en vez de desfilar, hoscos, morenos, bigotudos. Se acuartelaron en el Teatro Colon, a la vera del río, al hilo del cual formaban con sus gumías y sus mosquetones. Franco bueno, los otros malos –decían. Franco tener baraka. Moro venir con el a la guerra. Si moro morir, moro ir con las huríes –se les encendían los ojos-. Nos daban balas. Los nenos los rodeábamos, con los ojos y las bocas muy abiertos. Asombrados. Cuando esa tarde, casi noche, volví a casa, que entonces yo vivía con mis abuelos, porque mi madre no pudo resistir la guerra y casi se vuelve loca para siempre, la abuela Sabina me pasó una lendrera por el pelo, una y otra vez, sobre un periódico desplegado, y llovían los piojos, como orballo.
Pasaron, tropa de choque, como un huracán, por el Escamplero, subieron por un collado del Naranco y abrieron pasillo a los hasta entonces sitiados de Oviedo.
Tertulias vespertinas de la rebotica, morteros, mezclas, pócimas, píldoras y sacarina para suplir la falta del azúcar. La del suministro mensual era morena, la ponías sobre una mesa y corría como una duna llevada del viento. No escojáis las lentejas –decíamos- al fin y al cabo, con gorgojo, tienen más proteínas. Tertulias vespertinas con el notario y su mujer, el médico y la suya, los de la imprenta, el registrador de la propiedad y aquel señor muerto de miedo que: Emilio –Emilio era mi abuelo- ¡dicen que vuelven!. Los que podían volver eran “los otros”, “el enemigo”. El enemigo mandaba aviones a tirar bombas casi de juguete y pintaron unos círculos concéntricos, verdes, negros y amarillos, junto a las puertas de las casas donde había sótano, con un letrero “refugio”, para defenderse. Junto al Parque había una cafetería, El Gato Negro, en cuya terraza tomaban el aperitivo García Morato y sus hombres, de la escuadrilla de caza con base en el improvisado campo de aviación de Jarrio. Los niños, cada vez más metidos en eso de la guerra y más olvidados de los ocupadísimos mayores, hacíamos hogueras y echábamos las balas que nos habían dado los moros y estallaban y salían zumbando, desarmábamos granadas italianas para sacarles la pólvora, sobrevivimos de milagro y hacíamos esfuerzos para crecer e irnos a la guerra, cantando himnos marciales y con fusiles de verdad, que los moros les llamaban “fusilas”. Cuando sonaba la sirena, había que correr a los refugios, uno era el túnel de las Arreas, del muelle, en que ponía: “refugio, túnel”, con sus circunferencias concéntricas. Los soldados, desde el Parque, disparaban infructuosamente contra cada avión enemigo, que siempre era “el Negus”, para la gente, y corríamos nosotros a recoger la cartuchería de fusil del suelo, para fingir con ella desfiles de soldados en la mesa del comedor, sobre el hule de cuadros rojos sobre blanco.
En la Farola, junto a la farola del medio, vendían avellanas torradas y bígaros cocidos, y al lado de la librería, sentadas en la acera, unas mujeres vendían nisos de Arbón, es decir, ciruelas claudias, y el aprendiz de mancebo de la botica del abuelo, poco mayor que yo, me inducía a sisar perronas y perrinas para ir a comprar nisos. Llegué a sisar una peseta, entonces de plata, a mi tía Amelia, que me armó la marimorena, acertada en el diagnostico de que había sido yo, para solicitar que se me aplicara el adecuado remedio. Por un real te llenaban de nisos y no podías con los bígaros que te vendían en un cucurucho de papel de periódico y regalaban “el anfiler”.