Leer puede ser un bálsamo o una destemplanza, dependiendo del entorno, el ánimo y la propia lectura en sí. Hay libros que lo llevan a uno igual a un paseo bucólico en una tarde apacible entre setos, sombras alargadas y brisa suelta y juguetona.
Esto nos está sucediendo al releer las conversaciones que el fotógrafo Brassaï mantuvo con Picasso durante la esplendorosa época de los años 30, en un París de manojos floridos, luz incandescente y bohemia.
Acompañando ese paseo congelado en el tiempo, nos escolta “El desfile de la vida”, producto de la imaginación del geólogo John Hodgdon, páginas en que la evolución de la vida sale a nuestro encuentro, y en tercer término, “Pompeya”, una incidencia narrativa desarrollada en 48 horas, el lapso trágico y cortante de ver fenecer la ciudad llamada en su época la perla de la bahía de Nápoles.
Hay otros textos hoscos, ásperos, cuyos renglones, púas o flechas de ballesta, desgarran, abren antiguas cicatrices y escarban en abatidos recuerdos.
De estos últimos nos adjudicamos, inclinados al tálamo en el que intentamos conciliar los desvaríos del sueño, la antología poética “No vendrá el diluvio tras nosotros”, cuando Joseph Brodsky comenzó en su resistida ciudad de Leningrado (San Petersburgo) y concluyó, ya exilado, en los Estados Unidos con un corazón comenzando a deshacerse.
En esos versos se presiente la mano del campesino de la heredad de abedules que el poeta jamás pudo moldear o sembrar a su manera.
El critico Ricardo San Vicente señala que Brodsky bebió (y fumó) la vida a grandes sorbos. Cierto, y la existencia, igual a la traslúcida madrecita Rusia, se lo llevó de un zarpazo a la “orilla de miel congelada”, y así pudo estar cerca de la matrona que con su pueblo - “siempre a su lado en las desgracias”, la amara en sentido literario. Era Anna Ajmátova.
Todos alguna vez, al compás de salmodias, hemos abrazado agazapados a hojaranzos furtivos, arces y noches blancas, la elegía a John Donne.
Dormido el poeta del afecto metafísico con la alucinación sagaz y las divagaciones envueltas en un caftán, rapta a Brodsky. Lo señaló Jan Sjacel:
“Los poetas no inventan los poemas / El poema está en alguna parte ahí detrás / Desde hace mucho tiempo está ahí / El poeta no hace sino descubrirlo”.
En otra vertiente, existen escritores enseñando esquinas y bifurcaciones en las trochas del aliento. Ejemplo: Adolfo Bioy Casares. Su obra es célebre, apreciada, pero no leída. Los libros, igual a la piel, se arrugan, pierden tiesura y se vuelven cartón piedra. Al pibe argentino le sucede eso aunque no se lo merecía. El personaje más suyo, Morel, aún sigue en busca de una isla en algún lugar del Río de la Plata. Hay señales de que indaga sobre la presencia en ese arrecife de Edgar Allan Poe.
Les manifiesto: leo y releo de manera durable sus “Historias de Amor”, En uno de sus aforismos nos dice: “El amor entre personas honestas raramente es inocente”. Esa frase es cercana al murmullo de un aleteo de cisnes amancebados y quizás uno de ellos herido.
Con Casares – amigo entrañable y duradero de Jorge Luis Borges - hay algo palpable siempre al encuentro de un vientecillo fresco en cualquier mañana de un abril porteño: “La vida, sin sus jardines ajenos, tendría otro aislamiento”.
Son pequeños fragmentos breves de terceros introducidos en una caja de resonancia bajo la envoltura de su fina ironía.
Emprendemos estos párrafos con el Pablo Picasso retratado con cámara y pluma en la admiración del húngaro Gyula Halász – más conocido como Brassaï - , y continuamos hasta que nos llame el sueño – es tardón y dubitativo - con los versos y tonadillas de Rafael Alberti en su libro “Lo que canté y dije de Picasso”. Ahí leo estas estrofas:
“Pablo me dice: Estás mejor que nunca.
Te pareces al Carlos
IV de Goya. El mismo
perfil, el pelo, algo
rizado sobre el cuello y las orejas.
Una moneda pelucona… Un día
te haré un retrato…
¿Cuándo?”.
No hay prisa, Pablo y Rafael tienen la eternidad a flor de la mirada.