Todo sigue igual. Bueno, peor. A los partidos tradicionales les llueven los problemas. El PP suma a la negativa de Rita Barberá de abandonar su escaño la casi segura investigación en el caso Taula de la cúpula directiva actual del partido en Valencia y de exdirigentes históricos, sin olvidar el pacto de Jaume Matas con la Fiscalía Anticorrupción, a partir del cual saltará a la pista de este circo judicial Javier Arenas. El PSOE no le va a la zaga. Chaves y Griñán se sentarán en el banquillo y este último será difícil que salga bien librado, al pesar sobre él una petición de 6 años de cárcel. Además, Pedro Sánchez corre peligro de amotinamiento y de ser tirado por la borda. Artur Mas, autor del mayor acto de gamberrismo político de Europa, está a un paso de sentarse en el banquillo y no es descartable que se le imponga una condena disuasoria. Alguien dijo que la política era un vertedero y parece que no le faltaba razón..
Mientras todo esto ocurre en nuestro país y, a consecuencia de ello, avanzamos inexorablemente hacia las terceras elecciones -a salvo de lo que ocurra el próximo día 25-, en EE UU, la salud de los candidatos presidenciales centra el debate político. La neumonía de Hillary Clinton, no confesada y por tanto desconocida por la opinión publica hasta que los medios la pusieron al descubierto, le puede costar la pérdida de las elecciones.
La salud de los políticos no es un tema baladí. Ni lo fue a lo largo de la historia. El inglés David Owen, que fue Ministro de Asuntos Exteriores y también neurólogo, en un libro titulado «En el poder y en la enfermedad», describe los padecimientos que vinieron aquejando a los políticos en los últimos 100 años y sus resultados dan miedo. Así, Winston Churchill y Willy Brandt eran depresivos; Lindon Johnson, bipolar y paranoide; Richard Nixon, alcohólico; John F, Kennedy, aficionado a los esteroides, las anfetaminas y los opiáceos. Nunca reconocieron estas enfermedades, por más que muchas de sus decisiones tuvieron alcance mundial y las adoptaran en situaciones anímicas límite. Las ambiciones personales y el deseo de conservar el poder se situaron por encima de los intereses del Estado.
¿Cuál es la situación en España? Como mínimo, discriminatoria. Los políticos españoles son los únicos «empleados públicos» que no están obligados a acreditar su buen estado de salud a la hora de tomar posesión del cargo. Para el resto de los servidores públicos, la adquisición plena de tal condición se supedita a la presentación de un certificado médico que constate que están en condiciones físicas y mentales para desempeñar las funciones propias del mismo.
Este tema de la salud de los políticos plantea una interesante reflexión: en el caso de un político que presente un cuadro clínico que lo incompatibilice para el ejercicio de su función, ¿se debe el médico al secreto profesional, a la confidencialidad, o deben prevalecer los intereses públicos? Si un político padece, por ejemplo, una enfermedad mental, ¿está obligado el médico a silenciarla aun a sabiendas de que pueden padecer los intereses generales? La revelación de secretos –y un historial médico lo sería- es un delito, pero el estado de necesidad exime de responsabilidad criminal.
En el libro de Owen se describe, también, una patología de la que ya me hice eco hace unos meses, referida en aquella ocasión a Artur Mas, que el autor califica como Síndrome de Hybris y que afecta a políticos que desempeñan puestos de poder durante un período que va de uno a cuatro años, cercana al delirio de grandeza o endiosamiento, caracterizada porque sus actores buscan escenarios de gloria personal, de mesianismo, que hace que identifiquen sus intereses personales con los de la nación y que implica una pérdida de contacto con la realidad. No hace falta ser neurólogo para certificar que nuestros líderes políticos son tributarios de ese síndrome. De esos polvos, estos lodos.
Mientras tanto, la casa sin barrer. Como decimos en Asturias, «si los bueyes no caminan en la misma dirección, el carro no anda».