Uno subraya ideas con la pretensión de no ser solamente señales sueltas o papeles desprendidos entre los recodos del paisaje donde hemos ido dejando, entre escollos y afectos, una larga bifurcación de la supervivencia.
Hay otoños temerosos de abandonar la luz tenue del reciente verano que acaba de irse, y éste de ahora, que comienza sobre los peñascales umbríos, es uno de ellos.
Asomado al ventanal palpo el sabor a salitre. Ahí, muy cerca, está el “Mare nostrum”, el Mediterráneo de los romanos, ese lago cerúleo bordeado todo él de civilizaciones que fueron cambiando conflagraciones y filosofía, eternidades hueras y plegarias, poesía y pasiones lascivas.
Ese trovador afectivo que siempre ha sido Joan Manuel Serrat, nos ofreció, cuando él y nuestra generación éramos jóvenes, el mejor poema sensitivo y amoroso ofrendado al impetuoso charco del levante español:
“A tus atardeceres rojos / se acostumbraron mis ojos / como el recodo al camino. / Soy cantor, soy embustero, / me gusta el juego y el vino, / tengo alma de marinero. / ¿Qué le voy a hacer, si yo nací en el Mediterráneo?”.
Aún así lo confieso: soy más hombre de secano que de agua marina, gabarra encallada donde aún se guarece, timorato, un niño mirando con ojos asustadizos una masa azulina llegando arremolinada a nuestro encuentro.
El mar, la mar, dubitativa masa abierta a todos los crepúsculos y marejadas al encuentro de los cuatro puntos cardinales.
Siempre creí saberlo: la razón de viajar es huir; así, en momentos de flagelación interior, es sugestivo saborear las horas recobradas en cada espacio de la memoria.
Algunas veces es fácil narrar viajes en predios sin costas, puertos ni barcazas, solamente las que suben y bajan entre los ríos; mientras otras se hacen taciturnas, esquivas, y aún así nos dejan un paisaje que permanece en la percepción de las retinas como una tarjeta policromada.
Entre tantos recuerdos - unos emotivos, otros envueltos en bruma- se divisa la ciudad de Belgrado igual a una querencia inamovible en las comisuras de la piel.
Uno camina entre las calles de la capital de la hoy reducida Yugoslavia hasta el parque de Kalemegdan, atesorando historia portentosa centroeuropea. A lo lejos, tras la columnata de “El Vencedor”, se divisan las grandes llanuras que parten al encuentro de Hungría
Se sale de aquel arbolado con la sensación de que la propia mirada se ha enardecido.
“Lo protervo - dijo la amiga serbia – es esa capa de barniz histórico tan distinto en cada nación. Somos europeos, sí, pero no nos conocemos. El mundo de cada uno se encierra en sí mismo creando la amarga soledad del tumulto”.
Departíamos un licor agrio de ciruela con la calma de una charla que hoy ansío no olvidar.
Robert D. Kaplan decía que cuando John Reed – autor de “Diez días que conmovieron al mundo” - llegaba a Belgrado, una vez instalado en el hotel Moskva, caminaba hasta la calle Pariska y desde allí se dirigía hasta el parque de Kalemegdan.
La visita de Reed se producía en el intervalo de las ocupaciones austrohúngaras durante la epidemia de tifus que devastaría la ciudad, y recordaba que desde aquella altura había una sorprendente vista sobre el río Danubio. Y muy cierto.
Es después, al volver de regreso por esa misma vía, muy cerca del solar en que se levantó el antiguo hotel Srbski Kralj (Rey Serbio), lugar de hospedaje de Rebeca West, la escritora de “La oveja negra y el halcón gris”, y entrando en el bulevar Kneza Mihaila, cuando nos damos cuenta de la hermosura de la metrópoli eslava.
Policromada en algunas partes, algo gris en otras, fría con frecuencia y hasta helada, es sin duda una urbe que invita recorrerla en tranvía, sin prisa, mirando tras los cristales.
Ahora debe haber una evocación lánguida sobre las aguas del Sava circundando la isla de Ada Ciganlija, mientras Nicolas Bouvier comienza un nuevo viaje; mejor dicho: “Cree que va hacer un viaje, pero en seguida el viaje es el que le hace. O le deshace”.