Raza de los oprimidos

Lo había sentenciado y tardamos en saberlo: “Morimos nuestra muerte en bosques de eucaliptos gigantes”. Al final lo supimos y solamente atinamos a mirar la bóveda estrellada y la silueta cimbreante de una  piel color caoba.

 Hablo del poeta Aimé Césaire que viniendo de antepasados africanos, germinó toda su obra en Martinica, la isla caribeña de las flores. Hace 8 años se despidió de los suyos llevado de la mano  de los sacerdotes de Orunmila al encuentro  de los talismanes de la santería yoruba.

“Yo que Krakatoa /  yo que todo mejor que monzón /  yo que a pecho descubierto /  yo que carraspeo como un árgano viejo /  yo que balo mejor que una cloaca  / yo que fuera de gama /  yo que Zambeze frenético o rombo o caníbal”.

En el instante en que África era la tierra de Dios convertido en gacela y sus habitantes guardianes del Paraíso, los blancos, reflejo en carne, dolor y muerte  de Leopoldo III de Bélgica, llegaron a esas costas brunas de caoba,  ya nada volvió a ser lo mismo. El bardo lo dijo en aquel librito primerizo, “Cuaderno del retorno al país natal”,  con sufrimientos propios: “Soy de la raza de los oprimidos”.

Sus versos tallados en cocoteros, ecos venidos de la hondonada de los tiempos,  los  tejía con sonido del tambor y el contacto con otros poetas de las colonias francesas, como el senegalés Léopold Sédar Senghor y el guayanés Léon-Gontran Damas.

Su existencia fue rebeldía con causa. Profundamente anti-colonialista, no dejó ni un solo momento de poner sus ideas al servicio de la isla amada con  la que cubría  a todos los desposeídos de la tierra.  Imprimió a fuego el término “Negritud”, anudado más tarde  por el cubano  Nicolás Guillén en “Sóngoro cosongo”.

El conocido “Discurso sobre el colonialismo”,  extendió el eco de sus visiones en el Caribe y África, y contribuyó   enormemente a dar a su obra un carácter universal que ya no pudo perder.

Persistentemente entendió la “negritud” como una reacción a la asimilación cultural que imponía la opresión en el planeta. En la defensa de esos valores empeñó  cada instante de su existencia, tanto en la literatura, centrada en la poesía, como en su dilatada carrera política.

 Al filo de la noche, rompiendo el silencio de espuma, leo los poemas de Aimé  Césaire cuya obra universal la escribió en su isla  caribeña de coqueteos y alegres sincopados.

“El que no me entienda, tampoco entenderá el rugido del tigre. Soy el que canta con la voz aherrojada en el jadeo de los elementos. Es dulce ser nada más que un pedazo de madera, un corcho, una gotita de agua. La poesía nace con el exceso, la desmesura, con la búsqueda acuciada por lo vedado”.

Aimé Fernand David Césaire, su nombre completo,  fue el ideólogo, como ya hemos anotado,  del concepto de la negritud y su obra ha estado marcada en  la defensa de sus raíces africanas

“La vergüenza de occidente se quedará en el corazón de la caña. / Pueblo despierta del mal sueño, / pueblo de abismo remotos, / pueblo de pesadillas dominantes, / pueblo noctámbulo amante del trueno furioso, / mañana estarás muy alto, muy dulce,  muy crecido”.

Repasamos en estos versos cuando miles de africanos  suben  al norte del inconmensurable continente de la lobreguez a los arenales subsaharianos, llegando,  tras dejar atrás doliente travesías,  a Marruecos, y se amontonan, a manera los antiguos esclavos, en las hondonadas del monte Gurugú colindante con Melilla, esperando el relámpago de cruzar la alta valla y conseguir la meta añorada durante meses y hasta años,  aún a sabiendas  de que el descanso decisivo aún no habrá llegado.



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