La elección de presidente

Desde que la Presidenta del Congreso pulsó la tecla de avance rápido y puso en marcha el procedimiento, las fases de la investidura giran y giran en forma helicoidal sin que esté diseñado el mecanismo que permita poner fin al bucle que irremisiblemente conducirá a las terceras elecciones, salvo que el resultado de los comicios vascos actúe como invitado inesperado e intervenga en el proceso pulsando el stop.

En la regulación de la investidura a nivel estatal, ni la Constitución, ni la ley del Gobierno, ni el Reglamento del Congreso han previsto una herramienta que permita zanjar la falta de acuerdo de los grupos parlamentarios en orden a apoyar a un candidato, sea en primera convocatoria –mayoría absoluta-, sea en segunda –mayoría simple-. El legislador no pudo imaginarse que pudieran irrumpir en el panorama político personas tan incapaces, tan inútiles y tan irresponsables como las que conforman el actual Congreso de los Diputados.

Ante esta espiral de torpeza política se ha sugerido exportar al ámbito nacional la fórmula vigente en nuestra Comunidad Autónoma para la elección del Presidente del Principado en base a la cual, en la votación, los Diputados responderán con el nombre del candidato o de uno de los candidatos, de ser varios, o pronunciarán «me abstengo». Dicho con otras palabras: no pueden votar «no», es decir, en contra del candidato o candidatos. Es indudable que esta fórmula garantiza que no haya vacío de poder, pero no la gobernabilidad. Se puede dar la circunstancia –y esto es lo habitual- de que haya un solo candidato que podría salir elegido con su solo voto a favor, ya que los demás serían votos nulos o abstenciones. Esta fórmula se incardina dentro de lo que se ha venido en llamar parlamentarismo negativo a partir del que la confianza que el Parlamento debe otorgar al candidato, se presume y se mantiene hasta que una moción de censura demuestre lo contrario, frente al parlamentarismo positivo, que exige acreditar la confianza desde el primer momento.

La verdad es que privar a los Diputados de la posibilidad de oponerse al candidato no parece muy democrático. No es este un método muy recomendable ni el único posible. La ley electoral prevé para la elección de alcaldes un método muy sensato: sale elegido quien obtenga mayoría absoluta y en su ausencia el concejal que encabece la lista que haya obtenido mayor número de votos en las elecciones. Se pueden articular otras muchas alternativas. Quizá la más operativa –aunque seguramente no la patrocinaría ningún catedrático de derecho constitucional-sería la de supeditar el percibo efectivo de las retribuciones de los diputados a la aprobación de la investidura del candidato a Presidente del Gobierno. Tendría un fundamento elemental: solo cuando se forma Gobierno entran en funcionamiento pleno las Cortes Generales, pues solo entonces se pueden desplegar sus más importantes competencias de aprobación de los presupuestos –ley privativa del Ejecutivo- y de control del Gobierno. La situación actual es similar a la que se produciría si los empleados seleccionados para una empresa en fase de constitución pretendieran cobrar su salario antes de empezar a trabajar. ¿Percibir un sueldo público sin trabajar es corrupción?

Fiar la solución del problema a los diputados con el fundamento de que vivimos en una democracia representativa es dar al término «representativa» un alcance que solo tiene desde el punto de vista formal, porque materialmente solo lo será cuando haya listas abiertas.

La política es hoy un cóctel adulterado: tres cuartas partes de intereses personales y una cuarta parte de avidez.

 

 



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